Lucena, en su etimología, parece tener un cierto parentesco con la luz. Y hay que reconocer que tal vínculo lingüistico, tanto si es cierto como si sólo responde a un deseo, está suficientemente justificado. Porque Lucena ha sido artesana de la humilde luz hogareña con ese sencillo instrumento que es el velón; velón que iluminó las oscuras noches invernales del sufrido campesino, y el insomnio creador de aquel pobre e ingenioso hidalgo, mutilado de gloriosa batalla, en su triste discurrir, de posada en posada, cumpliendo con los deberes del antipático empleo de alcabalero; y las nocturnas veladas, transidas de mísitco fervor, de la andariega y reformadora Teresa, ansiosa de otras moradasy de encontrar su camino de perfección; y las horas de éxtasis y cánticos espirituales de Juan de la Cruz; y las duras y penosas, sin humor para sátiras ni juegos de ingenio, del Caballero Don Francisco de Quevedo, recluido por sus rebeledes y mordaces denuncias; o las que, al declinar su vitalidad, un tanto decepcionado y triste, el autor de ese Don Pablos arquetipo del pícaro, transcurre en su retiro fecundo de Torre de Juan Abad…. Utensilio simple y modesto que, al perder su eficacia ante competencias técnicas inevitablemente más avanzadas, se transforma en adorno, en obra de arte espléndida, deseoso de pervivir, sin límites temporales ni espaciales, como las ideas, los personajes y la poesía que nacieron iluminados por las oscilantes, temblorosas y leves llamitas que surgían de sus brazos.
Pero esta relación no se agota ahí. Lucena, como andaluza, es una ciudad condicionada por ese sol, brillante y cálido, que la acaricia con mayor fruición e intensidad de la que fuera deseable, y le da una luminosidad que se refleja y multiplica, de forma a veces hiriente, en la blancura de cal de sus viejos edificios, conviertíendola en una joyareluciente, cuyo atractivo resalta la verde decoración de sus olivares.
Y la afinidad continúa. Lucena hace de la luz, también un espectáculo ruidoso y flgurante, una expresión sonora y cegadora de afectos y de alegrías, una explisión deslumbrante de amor en el primer domingo de mayo; y al tiempo que crea la fugaz belleza de los fuegos de artificio, dibujando en el oscuro encerado de la noche primaveral mil estrelllas de vida breve, ardientes palmeras, de no se sabe qué perdidos oasis y extraños objetos voladores que parecen llegar de lejanos mundos siderales, da un destino a la pólvora más sugestivo y acorde con las esperanzas, ilusiones y deseos del hombre bueno, sencillo e inteligente de la tierra…
Finalmente, en el término de la escala, en el corazón de esta relación, la luz más intensa, el manantial, para el creyente, de otra luz distinta, que permite ver más allá de la propia vida y alejarse, con la mirada, hasta el después, hasta el otro lado del horizonte, huidizo e interminable, del acontecer humano: Araceli, Altar del Cielo, Luz Inagotable.