2004
Hemos recibido, como no podía ser menos, el voto terrorista. Hay seres -¿merecen tal nombre?- elaboradores de doctrinas destructivas y aniquiladoras, inventores de sociedades regidas por psicópatas totalitarios y racistas, creadores de infiernos, vengadores inmisericordes, que no pueden permitir al pueblo, sea o no español, expresar sus preferencias sobre los gobernantes que cree más hábiles y honestos para lograr una política beneficiosa para todos y que, ciertamente, no serían nunca ellos. Y entonces hacen lo único que saben: hablar con las bombas, con la destrucción cobarde, con el crimen horrible, técnica y hábilmente planificado para agredir al mayor número posible de víctimas, que vuelan despedazadas, sin riesgo para el autor o autores. Todo a mayor gloria de sus proyectos y de su monstruoso disfrute, tal vez celebrado con champán en ocultas y disimuladas guaridas.
Ya sabemos, si no estaba claro, el paraíso que nos ofrecen, apoyados en los fuertes pilares del totalitarismo, religión y nacionalismo fanáticos, personales diferencias o peculiaridades más o menos distintivas, todas ellas férreamente trabadas con el argumento incuestionable, indiscutible y “racional” de la muerte.
Creo que ninguna persona normal puede explicarse cómo criaturas, que nos parecen semejantes – yo me niego a admitir que lo sean- con las que tal vez nos cruzamos y nos ceden, amables, la acera, o ayudan a la anciana en el autobús, pueden tener en su cerebro ideas e intenciones tan terribles e irracionales y, además, la capacidad siniestra de ejecutarlas. Y no se trata, por desgracia, de un caso particular e imaginario, como el del Doctor Jekyll y Mister Hyde La maldad o el extraño fenómeno que ocurre, es real, efectivo, como lo estamos comprobando, con dolor, casi continuamente. No hay país que escape a esta plaga. Desde el 11-S y, ahora, desde este 11-M (va a resultar fatídico el número), Occidente ha empezado a temblar ante esta persecución a su tipo de civilización.
Es cierto que la sociedad, en nuestro mundo, nunca ha sido ejemplar. Las guerras han existido siempre en todo lugar, y los malvados, y los locos, y los asesinos. No hace mucho que dejamos atrás el Siglo XX, con sus odiosos conflictos y conflagraciones. Por eso es hora de corregir conductas o destruir simientes que pueden provocar enfrentamientos, como único modo, quizá, de impedir estos hechos- Y ello sin perjuicio de organizar una defensa válida. Y a este objetivo debemos sumarnos todos, en proporción a nuestras capacidades; especialmente en algo que me parece esencial y que ha sido descuidado, o promocionado en algunos casos, por un mal entendido concepto de modernidad, hasta casi su desaparición: una educación basada en la verdad, en la moral, en la igualdad, en la fraternidad, en el respeto, en la autoridad correcta, en el fortalecimiento de la capacidad de renuncias y sacrificios, muchas veces necesarios, en convencer a nuestros jóvenes que a todo derecho nuestro, generalmente, corresponde, también, obligaciones; en la defensa, en suma, de la vida, algo tan hermoso, emocionante y frágil, que no podemos permitir dependa de las locuras de nadie, sea el que fuere.
Una de las pancartas que más me ha sobrecogido en la reciente y extraordinaria manifestación en Madrid, a raíz del vil atentado de Atocha, fue una en letras rojas, escritas con un simple rotulador: NO MATARÁS y, debajo, como firma, “Dios”… Un precepto olvidado con excesiva frecuencia, en beneficio de los diabólicos propagadores del odio y, en consecuencia, de la muerte.