2001
DIVAGACIONES SOBRE EL TEATRO
Mis primeros contactos con el teatro fueron a través de organizaciones juveniles que montaban, esporádicamente, representaciones con fines benéficos. En el fondo, todo hay que decirlo, se trataba de pasarlo bien chicos y chicas, so pretexto de los ensayos, pues la época gris y chata de entonces no permitía otras cosas. Pero este ambiente o mundillo surgido en torno al teatro, aún cuando no sean simples aficionados los que intervienen, posee un encanto especial, un atractivo que “engancha”, como una droga, para siempre. Así se explica, con independencia del hecho de la fama, del triunfo, que un buen actor sea el más ferviente amante de su profesión, pese al duro y disciplinado trabajo y a los grandes esfuerzos exigidos por cualquier representación Piénsese sólo en la necesidad de memorizar el papel de cualquier personaje de una obra, larguísimo a veces y con extensos parlamentos
Mas ahora mi propósito no es otro que divagar en torno al teatro –en su aspecto literario fundamentalmente- destacando algunos momentos esenciales como son el origen y las cotas más elevadas o atractivas alcanzadas en el tiempo-
ORIGEN RELIGIOSO DEL TEATRO
Sin pretender hacer una historia del teatro, parece inevitable recordar su origen y evolución. Y en este breve y no comprometido caminar, saltando sobre el tiempo o volviendo al pasado, sin mucho orden, intento ir escogiendo las muestras más importante o interesantes.
En el epílogo de mi libro Ensayos dramáticos escribí, respecto al lenguaje, lo que sigue: La necesidad de comunicación debió surgir, allá en el comienzo de los tiempos, cuando el hombre recibió el toque misterioso, o chispazo divino, que puso en marcha su hasta entonces inédita capacidad para plantearse preguntas sobre su entorno y sobre sí mismo y para tratar de hallar respuestas convincentes, esto es, cuando su inteligencia alcanza el nivel propicio y se activa Los primeros ensayos o intentos comunicadores se iniciarían, posiblemente, mediante torpes gestos y sonidos que, poco a poco, con la paciente lentitud que la Naturaleza emplea en sus creaciones, fueron adquiriendo los significados que los convertirían en elemental lenguaje. Y con él se produce el milagro. Y pienso que, en cierta medida, lo dicho resulta aplicable al teatro, como medio expresivo y de comunicación que es. Su origen, pues, está muy cercano al del propio ser humano y paralelo su desarrollo al de la persona a lo largo de la Historia.
Enfrentado el hombre primitivo a un entorno misterioso y, con excesiva frecuencia, agresivo, divinizó las fuerzas o elementos que le parecían gobernaban el extraño mundo en el que se encontraba inmerso, como el viento, el sol, la lluvia… Surgieron así los ritos con toda su parafernalia de danzas, cantos, imprecaciones, con objeto de propiciar acciones protectoras de las voluntades superiores. En el chamán –brujo o curandero- se ha querido ver un primer actor, porque en sus actuaciones había mucho de teatral, es decir, de fingimiento, de simulación y, generalmente, iban acompañadas de pantomimas, acrobacias y hasta prestidigitación. Pero el fin, como el lógico, difería del que hoy realiza el actor. El hecho, no obstante, puede ser significativo y confirmaría el origen religioso o seudoreligioso del teatro, que es semejante en todas las civilizaciones.
Ciñéndonos a nuestro entorno occidental, tendremos que irnos, como en todo, a Grecia. El origen, allí, es claramente religioso. Para Aristóteles la tragedia nace del ditirambo. El ditirambo es un término griego que denomina a una composición lírica en honor de Dioniso, interpretada y bailada por unos coros dirigidos por el llamado corifeo. En él se “invocaba a Dioniso para que llegara a acompañarlos en la fiesta primaveral en que la canción era cantada “. Así nos lo recuerda Rodríguez Adrados.
Las fiestas dionisíacas tenían lugar tres veces al año. Las primaverales –finales de marzo-, las leneas – en enero (exclusivamente atenienses) y las dionisíacas –los últimos días de diciembre. Las de mayor duración eran las primeras –las primaverales- que duraban seis días. Comenzaban con una procesión de la estatua de Dioniso, presidida por un sacerdote. A Dioniso, equivalente al Baco romano, se le atribuían los dones de la fecundidad animal y agrícola. De ahí que se le cantara y agasajara para obtener sus favores, como personificación de todas las misteriosas fuerzas de la naturaleza.
El elemento primario en la génesis del teatro, por tanto, es el Coro, palabra con la que se designaba al grupo que cantaba el ditirambo en las fiestas dionisíacas, dirigido por el “corifeo” o solista. Estaba compuesto por unos cincuenta hombres o niños. Después se redujo en la tragedia y en la comedia (12 y 24). El corifeo cantaba o recitaba el texto, respondiendo el Coro con unos ritornelos o refranes. Con el tiempo, el corifeo o exarconte, como también se le denominaba, se independiza en sus intervenciones del grupo, surgiendo así el primer actor. Este hecho se atribuye por la tradición, con rara unanimidad, a Tespis. Nace, de esta forma, el teatro propiamente dicho, porque este primer actor no solo dialoga con el Coro, sino que se mueve, gesticula, actúa en definitiva.
GÉNEROS TEATRALES
Paralelamente a esta transformación del Coro, se produce también la evolución del ditirambo. La acción aumenta mientras lo ritual va perdiendo protagonismo. Al Corifeo, convertido en primer y único actor por el mítico Tespis, le añadirá Sófocles un tercero. El dialogo va a primar como texto que configura la obra dramática, en tanto el Coro verá reducida su misión a tres funciones: ritual (plegarias, cantos, desfile procesional), mediadora (entre el público, cuyo sentir y pensamiento interpreta, así como la acción que se desarrolla) y narradora (sugiere y anuncia los caminos por los que va a transcurrir la acción, al tiempo que advierte a los personajes de peligros y desgracias).
Los géneros que aparecieron como consecuencia de esta evolución fueron el drama satírico, la tragedia y la comedia. Del primero poco se sabe. De origen dorio, aparece en Atenas en la época de Esquilo. Tiene semejanzas con la tragedia y podría considerarse como una “tragedia divertida”, en la que el Coro de sátiros sería componente básico. Estos sátiros iban vestidos con pieles de cabra y adornados con otros atributos de este animal, como cuernos, pezuñas, colas… Ello está relacionado con el culto a Dioniso y con la personificación de fuerzas de la Naturaleza, particularmente las que inducen a la procreación. De esta forma han pasado a la posteridad como símbolo de los impulsos eróticos que mueven al hombre y a los animales.
La tragedia, cuya etimología, tragos –macho cabrío- y ode –canto- la relaciona claramente con el culto al mismo dios- Dioniso-, ya se ha visto que tiene su origen en el ditirambo. La definición más clásica que siguen todos los eruditos del tema, es de Aristóteles: Imitación (mimesis) de una “acción” (praxis) de carácter elevado y completo, con una cierta extensión, en un lenguaje agradable, llena de bellezas de una especie particular, según sus diversas partes. Imitación que ha sido hecha o lo es por personajes en acción y no a través de una narración, la cual, moviendo a compasión y a temor, provoca en el espectador la “purificación” (catarsis) propia de estos estados emotivos.
Con Esquilo ( 525 a 456 a.C.), Sófocles ( 496-496 a.C) y Euríspides (480-406 a.C.), la tragedia adquiere su madurez en el mundo griego y en este género, que solo lograría ser igualado y, para mí, superado, en el Siglo XVII por Shakespeare. Del primero se conservan la trilogía “La Orestiada” (Agamenón, Las Coéforas, Las Euménides), Los Siete contra Tebas, Los persas, Las suplicantes y Prometeo Encadenado. De Sófocles se conocen siete : Ayax, Antígona, Edipo rey, Electra, Filoctetes, las Traquinias y Edipo en Colono. De las diecisiete de Euríspides, cabe destacar Alcestes, Medea, Ifigenia en Aúlide, Electra, Las bacantes y Las troyanas.
La comedia, con el mismo origen (Coros que participan en las fiestas rituales de Dioniso y que después desfilaban satirizando y criticando al público )y que son, para Rodríguez Adrados, claros precedentes de los cómicos y de la comedia. La primera definición también procede de Aristóteles, que la considera imitación de hombres inferiores. Pero quien en verdad estructura la comedia es Aristófanes, y está dirigida “a un público popular que se divertía contemplando la imitación satírica de costumbres de los diversos grupos sociales, profesiones, oficios y personajes más representativos de la época ” ( E.. Calderón).
La finalidad de la comedia, pues, es la diversión y “Aristófanes trata de lograrla por medio del humor, con una utilización lúdica del lenguaje (juegos de palabras, chistes, etc.) y, sobre todo, con una representación caricaturesca de tipos con defectos físicos (el panzudo Tesifón), de carácter (el fanfarrón Limaco), morales…” (E.Calderon). Tampoco las instituciones escapan a la sátira., como ocurre en “Las avispas” y en “Lisístrata”, en las que se caricaturizan los tribunales y los militares. Mas tarde, Menandro (S IV-III a. De C), iniciará lo que llama “comedia nueva”, que se concentra en las costumbres y defectos individuales.
LA TRAGEDIA Y LA COMEDIA EN ROMA
Roma fue guerrera, conquistadora, civilizadora, pero en la cultura no alcanzó la originalidad del mundo griego, de quien la hereda. Su aportación propia más destacada y trascendente, el Derecho, se debe, en gran parte, a la necesidad de regular la organización de sus conquistas territoriales y el desarrollo de las relaciones de tan extensos dominios.
En el teatro no consigue superar a Grecia. Plauto y Terencio dan viveza a la comedia y tendrán aciertos destacadas, más tarde imitados por las farsas medievales, la comedia renacentista, la Comedia del Arte y la moderna, creando tipos como el “miles gloriosus” (militar fanfarrón) o el avaro ( el Euclión de “Aulularia”).
En la tragedia cabe destacar a nuestro Séneca. Y aquí voy a detenerme algo, precisamente por cuanto nos afecta. Aunque sería un error considerar a Séneca español, en el sentido que hoy damos a la palabra, no por ello podemos olvidar que nació en nuestra tierra y, tal vez por ello, lo sentimos más próximo y afín que otros, sin entrar en análisis de la influencia del territorio en la modelación del psiquismo de las personas.
Se conservan ocho de sus tragedias: Hércules furioso, Las fenicias, Medea, Tiestes, Fedra, Edipo, Agamenón y Las Troyanas y fragmentos de una novena. Aún cuando sigue la línea griega en cuanto a personajes y mitología, Séneca puede ser considerado como el mejor trágico romano. Sus obras, sin embargo, fueron poco representadas, si es que llegaron a representarse; parecen escritas más para la lectura y declamación que para la escena. El sentido de las tragedias de Séneca, para Florence Dupont, reside en la fuerza desencadenada de la cólera que conduce a la locura; en la magia de la palabra poética que se hace canto, con todos sus poderes de enajenación, y que transforma al héroe dolorido en héroe furioso que olvida el valor de lo humano y los consejos de la razón”.
Los temas, como se ha dicho, son los de la mitología griega, pero él les imprime una fuerza especial a la que no es ajena su situación política y social. Posiblemente sea acertado pensar que jamás trató de que sus obras fueran escenificadas y lo que pretendió fue reflejar la situación en la que se vivía bajo un poder absoluto y tirano, mostrando la cara de la locura, del terror, de la ira. En tal sentido “Tiestes” es un ejemplo espantoso y espantable de la vesania humana.
LA COMMEDIA DELL’ARTE
El teatro, en la Edad Media, tal como se había desarrollado en Grecia y Roma, desaparece, sufre una regresión, como tantas otros aspectos y hechos culturales. Y cuando empieza a resurgir lo hace bajo influencia religiosa, como no podía ser de otra manera. Pero no se trata de reseñar su evolución, sino de espigar momentos singulares y atractivos. Y con tal propósito hay que referirse a la Commedia dell’Arte, una forma popular de teatro nacida en Italia sobre los primeros lustros del Siglo XVI y que alcanzará un desarrollo espectacular hasta el Siglo XVII. Al principio se denominó “Commedia all’improviso”. Se trataba de una escenificación elaborada en común por un grupo de actores que improvisaban, a partir de un esquema previo, el texto oral de la representación, así como sus gestos y actuaciones. Lo cierto, sin embargo, es que no había tanta improvisación y sí mucha influencia del “mimo” y máscaras carnavalescas. Los personajes adquieren unas peculiaridades que los transforman en arquetipos, con unas características y máscaras especiales propias, por las que inmediatamente eran conocidos por el público. Así, el perfil del criado, de origen campesino, con vestimenta llena de parches y remiendos, que se transformaría más tarde en traje de rombos, es Arlequín, astuto, intrigante, capaz de servir a la vez a varios amos de los que, con frecuencia, recibía más golpes que salario. Como compañero, Polichinela, luce una estupenda joroba, traje blanco y posee la lúcida y triste filosofía de quien pasa hambre y ha de conformarse a todo.
La galería es amplia, como la típica criada coqueta, compañera de Arlequín –Colombina– siempre acosada por el amo, libidinoso y avaro. Pantalón representa el viejo y rico comerciante veneciano, con hija casadera. El Doctor, de Bolonia, es la quintaesencia de la estúpida ignorancia disfrazada de falso humanismo, que lo confunde todo y larga frases como lo que no es verdad es simplemente mentira. El Capitán, militar fantasioso y cobarde, igual que el miles gloriosus de las comedias de Plauto. Con Pantalón, el Doctor y el Capitán, se quería representar los poderos económicos, intelectuales y militares, respectivamente.
No se agotan con éstos todos los personajes que podían intervenir. Existían más criados como Pedrolino o Trufaldino, así como los enamorados Rosana y Florindo, Isabel y Octavio, Angélica y Fabricio… Lo esencial de la Comedia del Arte es la crítica, la sátira. El espectador, con sólo ver las máscaras, ya conocía a los personajes, sus vicios y reacciones. La trama del espectáculo, menos improvisada de lo que creían los contemporáneos, perseguía siempre la burla, el engaño ingenioso del avaro, del poderoso, aunque también riera el pueblo, siempre resignado, los golpes a Arlequín y demás burladores.
El encanto de esta forma teatral estriba en sus enormes posibilidades, desde la intervención de los propios espectadores, convertidos también en cómicos –que era frecuente- hasta la colaboración de artistas de todos los géneros, con lo que podía convertirse la representación en un espectáculo total
LA CIMA DEL TEATRO: SHAKESPEARE
Dando otro salto en el tiempo, con esa libertad al principio anunciada para escoger lo que más nos interesa, vamos a situarnos en la época durante la cual nacen las obras cumbre del teatro debidas, sin ningún género de dudas, al genio de Shakespeare. Y ello tiene lugar en un espacio temporal relativamente breve, apenas dos décadas –1591-1611-, entre los veintisiete y cuarenta y siete años del autor. Toda su vida la dedica a la escena como autor, actor, director y coempresario. Posee una fina ironía, muy inglesa, y un dominio extraordinario de la tensión dramática, del suspense diríamos hoy, que unidos a su imaginación desbordante y espíritu poético sin competencias, harán nacer unas espléndidas e inimitables obras maestras.
Inicia su producción con dramas históricos violentos, bajo influencia de Marlowe (1564-1593.) Pero Shakespeare no se ajustará estrictamente a la verdad histórica; su genio imprimirá siempre a los personajes una calidad o cualidad, un toque especial, que los convierte en algo más que simples seres con sus miserias y grandeza, y los hechos perderán su carácter de mero acontecimiento para transformarse en especie de parábolas que pretenden servir para el presente. Es lo que ocurre con las series Ricardo II y III, Enrique VI ,V y VII, El Rey Juan y los dramas de origen romano Tito Andrónico, Julio Cesar, Antonio y Cleopatra y Coroliano.
En Julio Cesar, por ejemplo, a Casio le mueven las bajas pasiones y la envidia para llegar al asesinato; Bruto participará por amor al pueblo, a la República en supuesto peligro de ser tiranizada. El arte del poeta nos introducirá en el corazón del drama y nos obligará a sentir los íntimos problemas y luchas internas de los personajes, haciéndonos partícipes de sus sufrimientos y reacciones. Shakespeare, que conocía a Séneca, aprovecha de él elementos trágicos y truculentos.
Conviene recordar que, entonces, era normal escoger asuntos, temas y argumentos ya conocidos o procedentes de otros autores y con ellos escribir la obra. Así ocurre con Romero y Julieta, cuyas fuentes se encuentran en el autor griego, de la segunda centuria, Jenofonte Efesio; personajes de El mercader de Venecia proceden de relatos italianos del Siglo XIV y La comedia de las equivocaciones, es un arreglo de una obra de Plauto –Menoechmi- que ya había aprovechado, igualmente, nuestro Lope de Rueda en su Comedia de los engañados. Lo que no impide que las adaptaciones, cuando lo son , o las nuevas versiones, resulten al final mejores que los originales y que, con el paso del tiempo, sean ellas las que permanezcan como verdaderos monumentos literarios. Depende del sello que le imprima quien les presta su ingenio, su arte dramático, su poesía y la fuerza expresiva de su lenguaje. Como diría Astrana Marín “una obra maestra literaria estriba menos en los elementos que la componen que en la manera como el escritor ha sabido sacar partido de estos elementos.”
A mi juicio, lo característico de la genialidad es la capacidad para crear arquetipos, es decir, modelos originales y primarios, ahondando en el psiquismo de los personajes, propios o recreados, que quedarán para siempre como la representación más genuina de sus caracteres, de sus almas, limpias de adherencias extrañas y encubridoras, como ocurre con Hamlet y sus dudas, Otelo y los celos, Macbeth y la pasión por el poder… O con nuestros Don Quijote, Don Juan y la Celestina.
No parece necesario enumerar la extraordinaria obra de Shakespeare. De sobra son conocidas las más importantes como Romeo y Julieta, Hamlet, Otelo, Macbeth, El rey Lear, La tempestad, El mercader de Venecia o la deliciosa comedia Sueño de una noche de verano, entre otras.
En esta cima teatral no podemos olvidar, tampoco, la aportación de nuestros clásicos, como Cervantes, cuya Numancia está considerada como una de las tragedias más perfectamente construidas y que con Lope de Vega, Tirso de Molina y Calderón de la Barca, hacen que nuestro teatro se renueve y alcance un nivel semejante al ingles.
EL TEATRO EN NUESTRA ÉPOCA
Como mi pretensión no es hacer una historia del teatro, vamos a pasar fechas, como si estuviéramos en una imaginaria máquina del tiempo, trasladándonos a un pasado reciente, del que todos tenemos noticia directa o indirectamente. Conviene subrayar que el teatro moderno surge con el realismo y se consolida con el naturalismo. Posiblemente todos hemos visto o leído obras de Ibsen u O’Neill y por experiencia sabemos que sus preocupaciones no difieren de las nuestras, de lo que sentimos. Más lejanos nos pueden parecer, y de hecho lo son, los románticos. Emilio Zola, en 1881, resume todo el naturalismo y se detiene en el valor de los elementos accesorios en el teatro, como el decorado y el vestuario; ya no es concebible un escenario vacío, como en representaciones del pasado. No puede darse vida a los personajes en un medio sin indicios de la vida diaria. Claro que llevado al extremo este criterio, tendría que haber desaparecido el teatro, porque todo él está montado sobre falsedades o imitaciones de la realidad. Lo que sí consigue Zola es romper barreras moralistas de la vieja burguesía.
En Norteamérica, como no podía ser menos, el movimiento naturalista surge con fuerza. Eugene O’Neill realiza estrenos memorables como El Emperador Jones (1920), El deseo bajo los olmos, El largo viaje hacia la noche (1940) con magníficas escenografías en nada ajenas al éxito. Lo mismo puede decirse de Tennesse Williams con Un tranvía llamado deseo (1947) y La gata sobre el tejado de zinc (1955).
Otro gran autor americano, Arthur Miller, con obras como Todos eran mis hijos, Las brujas de Salem o La muerte de un viajante, dejará huella sobresaliente. En España se hizo una excelente versión de la última obra citada –La muerte de un viajante-, protagonizada por Carlos Lemos, con una impresionante escenografía donde el juego de luces y la música monocorde de una flauta nos situaba en los distintos episodios.
En el panorama español, en el primer tercio del pasado siglo eran las grandes compañías como la de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza quienes imponían a los empresarios, e incluso a los autores, sus criterios, con tragedias de ambiente rural, alta comedia, dramas modernistas y algún que otro clásico. Pero el predominio de la segunda mitad del pasado Siglo, y cito de memoria, lo tienen autores del relieve de Benavente, Martínez Sierra, García Lorca, Eduardo Maquina, Alejandro Casona, Villaespesa, como un romántico rezagado y, ya más cercanos, Pemán, Muñoz Seca, Ruiz Iriarte, Paso, Mihura, Jaime Salom, Antonio Gala y, de forma sobresaliente como dramaturgo, Buero Vallejo. No quiero omitir un humorista adelantado a su época, como fue Jardiel Poncela.
Entre la nómina, no cabe la menor duda, existen muchas diferencias cualitativas. Sin que signifique otra cosa que gusto personal, recuerdo con admiración, a un Jacinto Benavente, autor de obras como Los intereses creados, Señora Ama. La malquerida y una joya poco conocida y peor recordada como La escuela de las princesas. El valor de García Lorca ha sido reconocido universalmente, aunque bastante influencia para ello tuvo su desgraciada y prematura muerte.
En nuestro tiempo han tenido lugar, también, muchos y variados ensayos de renovación del teatro como espectáculo. Siempre ha existido esa inquietud y prueba de ello son las diversas tendencias influidas, no pocas veces, por las ideologías políticas, como Bertolt Brecht (1898-1956), cercano a las teorías de Marx. Supone un paso adelante en la consideración social del teatro, al que añade la originalidad como el producto artístico que es, nacido del hombre para los hombres (C.Oliva)
Este afán de renovación se hace más ostensible en Luigi Pirandello y su obra, que nos presenta el teatro como una reflexión sobre los grandes interrogantes del hombre. Para conseguirlo, el autor no toma a los personajes como seres de teatro sino de historias reales, como ocurre en Seis personajes en busca de autor. En El hombre de la flor en la boca enfrenta al personaje “que ha de morir en breve, con otro normal…” Los problemas de éste, como es lógico, resultan “triviales y sin importancia comparados con los suyos”
Con Beckett nos adentramos en el absurdo, nacido tal vez de la desconfianza en la razón humana, que había provocado la segunda guerra mundial. Su obra más significativa es, sin duda, Esperando a Godot (1953). Cabe señalar como figuras destacadas a Ionesco y, en España, Arrabal, Mihura y Gómez de la Serna.
PERSPECTIVAS DEL TEATRO
Pero todo lo expuesto, que en cualquier historia puede encontrarse y con mejor y más amplio detalle, me interesa menos que el “fenómeno” teatral, si se me permite el apelativo, el hecho de esta actividad, de este espectáculo, y tratar de encontrar el por qué nos prende y arrastra, la razón por la que el hombre, a través del tiempo, lo ha ido perfeccionando y desarrollando en sus diversos aspectos. Esto nos conduce, de nuevo, a sus principios y de ahí que los haya recordado y repasado en sus momentos más significativos o destacados.
Todos estamos de acuerdo en que, como el lenguaje y todas las artes sin excepción, el teatro es una forma de comunicación, como ya se apuntó al comienzo. Del deseo de propiciar el favor de la divinidad y de expresarle, también, nuestras inquietudes y aspiraciones, se pasa a su transmisión a los demás semejantes; éstos, al recibir el mensaje, lo asimilan o asumen, dando lugar a lo que Aristóteles llamó catarsis, es decir, la purificación mediante el efecto o sentimientos suscitados por la vivencia de la representación.
Y ya tenemos el fin perseguido: hacer que el espectador se adentre en lo representado y, a su vez, viva y se convierta en protagonista, participe de sus emociones, comprenda los problemas planteados. Cuando se dice que el actor llega al público, se está indicando que le comunica, o mejor, le contagia los sentimientos que le embargan, y cuanto más llegue y prenda la atención y la mente de quien le ve y le escucha, tanto mejor actor será. Lo que nos lleva, de forma inevitable, a pensar que no le basta al actor ser bueno; también para demostrarlo ha de darse una condición sin la cual no le es posible demostrarlo: la existencia de la obra, del argumento escenificado.
Nos encontramos, pues, con los elementos esenciales del teatro: el actor, el espectador y la obra. Puede añadirse el lugar físico donde se desarrolla la actuación, pero siendo importante, tiene, sin embargo, una misión subalterna que puede variar con la época y la técnica. Es valioso, cierto, pero no imprescindible. Del teatro, como obra literaria, hemos hablado ya en apretada síntesis y su relevancia no admite discusión. Podría aducirse que el mimo, por ejemplo, no necesita texto, lo que siendo verdad no lo es del todo: sin un argumento previo sus acciones serían poco menos que incomprensibles; es necesario que entendamos lo que hace y, para ello, ese “hacer” mímico debe ser reconocido por el receptor, lo que implica ya un esquema u obra elaborados con anterioridad.
Resulta una perogrullada resaltar que sin actor no hay representación. Lo que tampoco es exactamente cierto, pues en 1969, en un exceso del teatro del “absurdo”, Beckett estrenó en Nueva York una breve farsa sin actores. Pero el hecho no deja de ser anecdótico. El actor es elemento insustituible y requiere una fuerte vocación, como ocurre en algunas otras profesiones, para las que no todos estamos llamados. Al comienzo mencioné la adicción que crea el teatro y de la que difícil escapar. Y es que ser actor consiste, precisamente, en transformarse en el personaje representado de forma tan real, que termina por sentirse él y sufrir las angustiosas dudas de Hamlet, o los insoportables y venenosos celos de Otelo, o las deliciosas y acuciantes inquietudes de Romeo…Y casi se llega a morir de locura como Ofelia, o gozosamente estrangulada por las fuertes manos del enamorado, como Desdémona, o con la fatal desesperación de Julieta…
La representación, pues, es una enajenación, un salirse de uno mismo para ser “otro”, como arrastrado por una fuerza que anula la propia personalidad y obliga a asumir la de ese “otro”, con sus virtudes y miserias, sus gozos y sufrimientos, en un ejercicio mental y sentimental que hace vibrar todo el ser del actor. La percepción por el espectador de este hecho, con la fuerza que le es transmitido, provocan en él, también, una momentánea enajenación, estremeciéndole y obligándole a participar de los llantos y de las risas, del dolor y del gozo, en esa catarsis de que hablaba el filósofo.
Esa es la causa de que la profesión “enganche” intensamente, pues con independencia del éxito logrado y de sentirse, siquiera sea de forma pasajera, rey o esclavo, feliz o desdichado, héroe o truhán y muchos mas seres contradictorios, el trabajo el esfuerzo, siempre dejan alguna huella en el alma, tanto más cuando de los propios receptores -los espectadores- recibe testimonio cálido de los sentimientos que ha sabido suscitarles y de las emociones que les ha provocado, en forma de aplausos, afecto y fama.
Todas estas reflexiones sobre las actividades teatrales son aplicables, de forma directa o indirecta, con mayor o menor intensidad, a todas las artes y ciencias, a la cultura en definitiva. El hombre es una especie de Prometeo encadenado al mundo y sólo si consigue descubrir los secretos y conocer los fines para los que existe, podrá romper las ligaduras que lo sujetan. Eso explica el imperioso deseo que siente de indagar, interrogar y escarbar, tanto en la naturaleza como en el espíritu, a la búsqueda de respuestas; y cómo éstas lo van conformando y perfeccionando –con independencia de su validez temporal- haciéndole más cultivado, objetivo y misión, en definitiva y por etimología, de la cultura..
La cultura no es posible sin la facultad de comunicar, tanto los conocimientos alcanzados o descubiertos, como las sensaciones, los sentimientos y las vivencias. Está claro, por tanto, el origen común de todo saber y de cualquier forma de arte, así como sus objetivos. Por ello el teatro, como manifestación cultural y artística, no puede desaparecer y me atrevo a decir que, en lo sustancial, seguirá igual, respondiendo al mismo esquema Autor-Actor-Espectador. Variará, para bien, la escenografía, la técnica. En ellas cabe esperar los mayores cambios, haciendo que el teatro, en apariencia, sea distinto. Y esto es bueno. Piénsese en las enormes posibilidades ofrecidas por los medios actuales electrónicos, mecánicos, audiovisuales, etc.
A estas alturas parece oportuno acordarnos del cine. De hecho –tal es mi idea- el cine debe considerarse como una variante del teatro, del que se distingue por los medios a su servicio y la facilidad para hacer una representación perfecta mediante múltiples rectificaciones y combinaciones de técnicas diversas, cosa imposible en la representación viva. Permite, igualmente, conseguir realismos y fantasías imposibles de ofrecer en la escena; en cambio carece del calor directo de los actores. Pero, al menos en parte, los elementos técnicos surgidos como consecuencia del cine, pueden muy bien emplearse, con montajes idóneos, en la representación teatral, y ahí está el reto futuro.
SOBRE MIS ENSAYOS
Hasta aquí, sintetizado, cuanto quería decir respecto del teatro. Y no lo considero supérfluo, aún cuando no se ajuste exactamente al programa de este acto, porque todo lo expuesto refleja mis ideas sobre el tema y, subterráneamente, explica mis ensayos, influidos sin ningún género de dudas `por muchos de los autores citados y fruto de mis reflexiones sobre el futuro de la escena.
Juicio contra un hombre es una pieza experimental en la que he buscado dos metas diferentes: Por un lado, someter a crítica comportamientos de una mayoría del hombre moderno, cuyas aspiraciones se concentran todas en alcanzar objetivos de poder y riqueza, lo que es lícito, sin preocuparse mucho de los medios utilizados, lo que ya no lo es tanto, eludiendo en el empeño valores morales superiores y renunciando a seres espléndidos que, por azar, se cruzan en su vida. Para ello actuará de forma equívoca, al filo de lo punitivo, pero sin que se pueda acusar su conducta de delictiva, lo que hará decir al Acusador, en respuesta a alegatos de la defensa: Yo no acuso a este hombre de delitos comunes, de esos que juzga un tribunal ordinario. Le acuso de algo más grave, más trascendente y más importante: de ser un hombre de vulgares miserias, basurero de detritus egoístas, delincuente de delitos no penalizados.
A lo lago de las diversas escenas, se va conociendo la trayectoria seguida por el “Acusado” para subir y situarse en torno al poder económico y, en consecuencia, político. Son, ni más ni menos, que los mismos hechos o actuaciones observados en personajes de nuestra época, tan admirados a través de la televisión y que serán analizadas por “El Acusador” y “El Defensor”, dos extraños seres que, como se indica en el texto, tienen una semejanza casi “fotográfica” con Don Quijote y Sancho, los prototipos españoles representativos del puro ideal y del practicismo materialista, egoísta y pueblerino. La sorpresa vendrá cuando inviertan, al final, sus papeles, con ánimo de salvar la dignidad del “Acusado” mediante la purga de sus culpas.
El otro objetivo del ensayo es de orden estructural o de construcción. Ha tratado de introducir elementos propios del cine, como el espacio donde el “Acusado” aparece y en el que, mediante juego de luces, se da paso a las diversas escenas de su vida. Otra novedad relativa la constituye el “Coro”, un coro muy “moderno” en la fecha en que fue escrita la obra –1977- formado por un conjunto variopinto y desenfadado, de entre cuyos componentes, en algunas ocasiones, salen actores para diversas escenas y, en otras, cumpliendo su clásica misión, hace comentarios sobre lo que está aconteciendo.
Realicé otra especie de experimento con varias piezas cortas bajo el título de Bocetos de interiores. Aquí la novedad estriba en introducir un narrador para completar o complementar aspectos o circunstancias que no son posibles construir en un escenario o resultan muy difíciles de expresar en el diálogo o en el contexto de las escenas, como el paisaje, recuerdos o nostalgias del pasado, datos significativos para la comprensión de lo que está ocurriendo. La idea de estos bocetos es descubrir, en apenas unos gestos, unas palabras o unos comportamientos súbitos, espontáneos, imprevisibles, la calidad del alma del personaje, su interior sugestivo, desdibujado y oculto casi siempre por las adherencias del acontecer cotidiano, que van enmascarando su autenticidad. En la pieza El hidalgo, por ejemplo, la bondad innata del personaje (Cervantes), su valentía y desprendimiento, con riesgo de la propia seguridad, se muestra cuando la gitanilla le devuelve la bolsa con el dinero robado por el hermano y él, que ante las autoridades afirmó habérselo dado, para así librarlo del castigo, dice: Dí mi palabra de que se la había regalado a tu hermano, faltaría a ella si no fuera verdad. Es suya.
En Fin y principio, lo que se intenta subrayar no es tanto la psicología de un personaje como la colectiva de un supuesto país, entre cambios golpistas continuados, donde un difuso deseo de justicia y de paz se diluye o naufraga entre intereses, compromisos y palabrería hueca e ignorante. El sufrido pueblo se conforma con gritos, cánticos y sueños jamás alcanzados-
Basada en los personajes de la Comedia del Arte italiana, una forma que me encanta por sus grandes posibilidades, según ya he expresado, escribí una pequeña pieza –Noche de carnaval- publicada en la revista “Angélica”.
No me parece correcto ni oportuno resumir aquí los demás ensayos escritos; me interesa sólo explicar las motivaciones para su creación, que reflejan mi permanente interés por el teatro, uno de los medios culturales más atractivos y que más directamente llegan al público. Al calor humano que nos irradia directamente el actor se unen los sentimientos, ideas y emociones que nos transmite. Es falsa la afirmación de que la obra teatral no debe llevar mensaje; todo arte, cuando verdaderamente lo es, transmite algo, entre otras causas, porque la vida consiste en una permanente percepción y emisión de sensaciones y sería un falseamiento de esa vida – que el teatro trata de representar- no decir, ni mostrar, ni sugerir nada. Está claro que la obra teatral no va a consistir en un tratado de filosofía, pero sí en una síntesis vital que puede, incluso, ser superior y más eficaz y asequible que ese tratado. Por ello quiero terminar con una frase de Benavente, en Los intereses creados: … que no todo es farsa en la farsa, que hay algo divino en nuestra vida que es verdad y es eterno y no puede acabar cuando la farsa acaba.
Lucena, 26 de marzo de 2001
Conferencia en el Conservatorio de Música
con motivo de la IV Semana del Teatro
Ciudad de Lucena.