2008
Vivir es una fuerza, un don, un fenómeno maravilloso que se nos da de forma gratuita, sin que hayamos hecho nada especial para que nos sea otorgado. Gratuidad imprevisible ésta por la que, de repente, nos encontramos “siendo” y conscientes de nuestra realidad en un mundo que, de forma también gratuita, nos sirve de soporte y medio de subsistencia.
Pero este vivir en el que nos encontramos no nos deja estáticos como una escultura de frío mármol, sino que mueve y excita a nuestro conjunto material, haciéndole evolucionar para que surjan otros fenómenos no menos emocionantes, como sentir, conocer, pensar, amar y actuar según los estímulos percibidos. Desde una perspectiva más esquemática y sencilla, el hecho de vivir implica un proyecto cuyo desarrollo y objetivo tienen lugar a lo largo del trayecto entre su inicio y su final.
De todo ello puede inferirse que si una vida se malogra, por las causas que fueren, desaparece el programa proyectado y con él una serie incontable de ideas, sentimientos, acciones que, tal vez, pudieron influir en la mejora de la existencia colectiva. Y, en el peor de los casos, siempre tiene lugar la desaparición de un ser singular, hurtado al conjunto humano.
El delicado mecanismo de la vida, expuesto a toda clase de agresiones y sucesos aleatorios que dificultan su avance a lo largo del tiempo, es demasiado bello y emotivo para que, además, el propio hombre le ponga obstáculos. Hay que defender la vida por encima de cualquier ideología o creencia. Y hay que defenderla, en lo posible, de accidentes naturales impredecibles, y de las imprudencias, y de las guerras, y de los crímenes, y de los asesinatos terroristas utilizados como única razón para alcanzar fines políticos, y del egoísmo injustificable que elimina la vida apenas iniciada, por un supuesto derecho a disponer del propio cuerpo, olvidando otro, que ya es distinto, pese a su provisional dependencia. Espanta, en este supuesto, la contradicción, deshonesta moral e intelectualmente, de que quienes mas vociferan contra la pena de muerte (nunca justificable), promuevan la destrucción del ser más inocente e indefenso, impidiendo su acceso al mundo.
En estos días de Semana Santa, rememoradora de la ejecución del mayor Inocente de la Historia, parece oportuno proclamar la defensa a ultranza de la vida, sea cual fuere el estadio en que se encuentre, y la eliminación de leyes permisivas del hecho, dictadas sin justificación seria por un “progresismo” acelerado hacia el pasado. Porque resulta inquietante cómo ante una denuncia, obligada por su fe, de la Conferencia Episcopal, gente que se autocalifican de “intelectuales” y “cultos” no duden, con voz alterada por el odio, en insultarlos de forma soez. Ignoran, por lo visto, que cultura es “cultivo” e implica conocimiento, comprensión y respeto a las ideas ajenas, sin colisionar con los discrepantes. Y, sobre todo, “cultivar” y defender la vida y asumir su protección y realización en una sociedad justa, tolerante y acogedora. Como enseñaba Jesús al ordenarnos el amor a los demás con la misma intensidad que deseamos nos amen.