2007
A Maricarmen Garcia Santos
Vivimos unos tiempos en los que parece primar, por encima de cualesquiera otros valores, la velocidad y la propaganda. Importa llegar pronto, aunque no se sepa para qué, y terminar cuanto antes, pese a que ello suponga un perjuicio para la tarea realizada. No se aprecia, y quizá se desprecia, la labor meditada, hecha con mimo casi de artista; interesa la cantidad, el número o volumen, el cúmulo de asuntos despachados. Para disimular defectos ya tenemos la publicidad, que todo lo recubre con un barniz que ciega o distorsiona la realidad e impide el análisis sereno de lo hecho o del objeto que se nos presenta como perfecto. Al menos en un primer momento. Porque la verdad, en el transcurso del tiempo –ese gran demoledor de supercherías y engaños-, acaba por aflorar y poner al descubierto las falsedades que nos han vendido o los defectos ocultos y disimulados.
Este hecho se da con demasiada frecuencia en los trabajos y comportamientos humanos. Existen seres que saben muy bien sobrevalorarse y venderse, pese a que sus acciones se limiten a burdos parcheos sin mayor mérito ni validez. Otros, en cambio, casi siempre los mejores, preocupados y abstraídos en los temas de sus quehaceres cotidianos, trabajosamente empeñados en realizar su misión con pulcritud, honestidad y perfección, pasan desapercibidos, olvidados porque los resultados de sus esfuerzos es como si se hubiesen gestado y nacido solos, en un fluir espontáneo y natural. No se aprecia ni el tiempo que exigieron ni la perfección con que se muestran. Como es lógico, aquí la propaganda está ausente y los autores en el anónimo submundo donde se encuentran los que no palmotean, ni gritan, ni exigen porque creyeron suficientemente expresivo el trabajo desarrollado. Son esos que yo, en otro lugar, he llamado “seres espléndidos” porque cumplen sus obligaciones con amor y entusiasmo, calladamente, con la ingenua idea de que les será reconocida su esforzada preocupación y, en último término, por la propia satisfacción y estima.
Ocurre así. Nos olvidamos de los que no molestan, de los que nos solucionan los problemas sin que nos demos apenas cuenta de ello, de los que no nos acosan con el vértigo de las prisas y las alabanzas de sus mamarrachadas. Es injusto pero cierto. Y con nuestra injusticia, quizá les provoquemos tristeza y algo de infelicidad. Por ello quiero recordarles una frase de nuestro Séneca cuando, desterrado en Córcega, escribió a su madre, Helvia, consolándola: “Para vivir no es menester grande aparejo: cada cual puede hacerse a sí mismo feliz”. A mi me gustaría, además, contribuir con mi reconocimiento y amistad a que esa felicidad sea mayor, porque como el propio sabio enseñaba, la felicidad aumenta si la compartimos con quienes nos aprecian o aman.
Miguel Molina Rabasco
Mayo 2007