Ilusión

2002

El título escogido por esta revista  es, para mi,  muy sugestivo. Entre las diversas acepciones que  el diccionario de la RAE otorga a ilusión, la segunda, “esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo”, encaja  con perfección en el objetivo que creo  buscan sus editores o promotores: expresar  y demostrar que, pese a la edad, continúan con el espíritu inquieto, soñador y activo del pasado. Entre otras causas, porque no es posible vivir sin esperanzas, sin ilusiones.

Si reflexionamos un poco descubrimos que nuestra existencia no es otra cosa que una marcha forzada  por el tiempo implacable,  sin posible retorno. Y si nos dejamos arrastrar, como simples objetos inertes,  sin realizar ningún esfuerzo por dar sentido y  contenido al transcurrir de los días, no puede decirse que en verdad vivamos; lo que  implica vivir y le imprime  atractiva sugestión al hecho , está formado, precisamente, por las  ilusiones. Pero, en el fondo,  ilusión significa –otra acepción de la palabra-,  concepto, imagen  o representación sin verdadera realidad, nacida de la imaginación o del engaño de los sentidos; algo así como lo que hoy llamamos realidad virtual: una simple composición  sin consistencia física, un vano fantasma evanescente que emerge de  la oscura nada y acaba por hundirse en su  negro seno. 

Ocurre, pues,  que en cuanto  adquirimos consciencia, certeza, de que somos seres a quienes le acontece ese fenómeno tan extraño y extraordinario de vivir, se inicia un proceso mediante el cual pasamos por estadios sucesivos en los que una ilusión, las más veces frustrada, es sustituida por otra que nace  con renovada energía y cuya  atracción, como la de la gravedad,  nos arrastra hacia ella con fuerza creciente para, de nuevo, una vez extinguida o desaparecida, enlazar con otra y otra y otra, como eslabones de inacabable cadena.  Quizá suceda  así para evitarnos la tremenda y penosa  certeza de una extinción final,  que tanta angustia provocaba en  Unamuno.  El proceso vital  nos hace caer  en deliciosas trampas  y nos decora de forma vistosa y agradable el camino: el amor de la adolescencia  y la juventud,  fogoso y fugaz; después ,  el sereno y templado de la madurez,  extendido a los hijos, en los que se quiere  ver, inconscientemente, una prolongación , una continuidad, del propio yo, como  si con la transmisión de la sangre y los genes consiguiéramos  una cierta forma de eternidad, de supervivencia; también en esta etapa creemos poder  dominar al mundo y nos sentimos capaces de realizar un amplio programa de actividades  que, pensamos,  llenarán y definirán  nuestra vida;  más tarde, en el declive,  pese a tener  evidencia  de la vacuidad de todos los afanes, aún florecen, tímidas y frágiles, esperanzas que nos ocultan o distraen de la percepción, en el horizonte, de la noche que se acerca, apagando la  cada vez más tenue luz  del atardecer.   Y  al final,  nos preguntaremos,  como Segismundo,

¿Qué es la vida? Una ilusión,

una sombra, una ficción,

y el mayor bien es pequeño;

que toda la vida es sueño

y los sueños, sueños son.

  Esto no deja de ser una contradicción con lo escrito al principio. Pero, acaso,  la vida ¿no es una pura contradicción?  

                                                                                MIGUEL MOLINA RABASCO.

                                                                        I L U S

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