2003
A lo largo de la vida, de cualquier vida humana, se van acumulando ese humilde saber formado por la experiencia; experiencia en ocasiones agradable, las más veces desabrida cuando no dolorosa, adquirida en años fugaces de ilusionadas alegrías y en otros largos, inacabables, de tristezas y sufrimientos. Y al final uno se encuentra con un bagaje que sólo le sirve para acrecentar un agridulce escepticismo o, mejor, un a modo de estoicismo senequista, humano y sosegado. Se acaba por admitirlo todo, sin odios ni complacencias, más que convencidos, predispuestos a creer en su inevitabilidad, en que el destino está escrito y resulta inútil luchar contra él, contra lo que ha de acontecer con precisión casi matemática, sin posibilidad de eludirlo. Por ello, preguntarse si es posible la paz, una paz duradera, universal, parece cuando menos ocioso, por no decir estúpido.
Un político inglés, creo que Churchill, dijo que la historia del mundo es la guerra. Y un hombre público como él nunca ha expresado, tal vez, una verdad tan evidente. Nuestra experiencia personal por un lado y la Historia por otro, nos confirman la veracidad de la afirmación. ¿No es posible, pues, una paz justa, duradera? Quien sea capaz de responder, que lo haga.
Los que ya somos mayores unimos, al conocimiento histórico, nuestros recuerdos personales del último siglo, quizás el más conflictivo, cruel y abominable de todos los tiempos. La llegada del nuevo milenio despertó esperanzas: un avance tecnológico jamás conocido, una ciencia creciendo en progresión geométrica, podrían cambiar los hábitos de lucha y desterrar el hambre y la miseria. Pero no. Los conflictos continúan, las amenazas y los riesgos se multiplican, las probabilidades para que cualquier loco incendie la tierra convirtiéndola en cenizas radiactivas, o la siembre de esporas mortíferas, o la infecte con enfermedades espeluznantes, son cada vez mayores. Y llegados a esta conclusión, en las vísperas de la rememoración del mayor sacrificio realizado con ánimo de salvar al hombre, uno acaba preguntándose: ¿No es ya hora, Señor, después de dos mil años, que tus palabras de paz, de hermandad, de amor, se cumplan? ¿No es llegado el momento de seguirte, cogidos de la mano y caminando juntos hacia tu morada, que será la nuestra, porque todos, sin excepción, somos creación tuya, formados por la misma materia con la que hiciste el universo? …Tal vez necesitemos algo más de tu ayuda, pues nuestra torpeza no acaba de encontrar la ruta segura y aún caminamos con torpeza, distraídos con los paisajes atractivos que nos seducen a ambos lados del camino, sin fijarnos con firmeza en la meta final.
Miguel Molina Rabasco