2006
La verdad os hará libres
(Jn. 8.32)
La afirmación contenida en este versículo ha sido utilizada con harta frecuencia olvidando el contexto en que figura, con lo que pierde su auténtica sustancia. ¿Qué verdad nos hace libres? Muchas pueden ser las verdades, según hacia donde enfoquemos nuestra atención o según lo que busquemos. Una primera acepción, que parece acertada, nos la define como “conformidad de las cosas con el concepto que de ella forma la mente”. Pero no es a lo que se refería Jesús. El Maestro pretendía señalar que, en el aspecto espiritual, solo es libre el que escapa de la esclavitud del pecado y, por tanto, está con Él, que sí es portador de la Verdad y, por tanto, de la libertad.
Pero a nuestro mundo actual, sin embargo, no le interesa mucho esa verdad sacra y su interés se dispara hacia objetivos múltiples y diversos que, desgraciadamente, suelen con demasiada reiteración ser contrapuestos y cada vez más alejados de ella. No seduce ni atrae el bien cuando exige sacrificios, esfuerzos, renuncias. Y son, precisamente, esas renuncias, esfuerzos y sacrificios los hechos que fertilizan la floración de la Verdad que nos hace libres No implica lo dicho que hayamos de renunciar a toda otra clase de verdades. El hombre, que sepamos, ha sido la única criatura con la curiosidad y capacidad para preguntarse sobre su vida y las realidades que le rodean, cuestionando las apariencias y así encontrar la médula de lo existente. Y esa conformidad de las “cosas con el concepto” formado en su mente, no deja de ser, también, una verdad irrebatible hasta que se halle otra capaz de sustituirla.
Ocurre, no obstante, que no siempre es posible discernir o distinguir qué es verdad. Más aún, nuestra sociedad, muchas veces, tal vez casi siempre, la desvirtúa, la enmascara, la oculta por causa de intereses bastardos, de manera muy especial cuando éstos se relacionan con la política. La Historia nos enseña cómo se han manipulado hechos, propósitos, objetivos, encubriendo lo cierto, lo verdadero, para implantar una mentira que, repetida con machacona insistencia, acaba por adquirir la apariencia de indiscutible certeza. Recuérdese a Goebbels en los tenebrosos años de vigencia del nazismo, o los despóticos imperios del estalinismo, maoísmo y tantos otros “ismos” ideológicos y sus manifestaciones y mentiras (aparte los hechos), que atormentaron el siglo XX y cuya desaparición esperábamos anhelantes. Pero, por desgracia, todavía subsisten y oscurecen el panorama del nuevo milenio, más o menos disfrazadas, frustrando la esperanza de que la sociedad alcance la suficiente madurez y claridad intelectual para desterrarlas definitivamente e impulsar una convivencia eficaz, solidaria y protectora de la persona, cualesquiera sean el color de su piel o los lugares donde nazca o habite. Pero las mentiras, las grandes mentiras, no han desaparecido, perviven, bien en su burda forma primigenia, bien con un ligero barniz disimulador, para dominar, corromper y esclavizar a cuantos incautos e ignorantes tienen el acuciante deseo de lograr una utópica mejoría, siempre ofrecida como meta, pero nunca alcanzada ni tan siquiera realmente buscada
Resulta decepcionante, pero la sociedad no ha evolucionado hacia una perfección con la misma velocidad que las ciencias; éstas le ofrecen hoy los medios para cambiar la vida humana, para conseguir un mundo más justo, feliz y solidario. Y observamos cómo esas oportunidades son aprovechadas por unos pocos, mientras millones de seres sufren la miseria, la enfermedad y la injusticia. Surgen algunos movimientos, autodenominados “progresistas”, pero cuyo progreso, salvo raras y honrosas excepciones, consiste en una camuflada regresión. El hecho cierto es que estamos inmersos en una gran mascarada, en una gran mentira que se presenta como verdad mediante la repetición incesante, tenaz, obsesiva, de sus bondades, como enseñaba el demoníaco Goebbels.
La verdad os hará libres, dijo Jesús; pero la que nace de la limpieza de espíritu, rectitud de intenciones, destierro del mal esclavizador: Esa es la libertad auténtica e infinita, fruto de la fe en Él y que fluye del manantial de su Amor inagotable.