Lluvia de primavera

2015

            LLUVIA DE PRIMAVERA

Últimos días de abril, después de un invierno tempestuoso y frío. Durante unas semanas, por esa incontrolable volubilidad del clima, aparece el cielo pintado con su mejor azul, apenas adornado por algunas dispersas nubes, blancas como estolas de armiño, y con un sol cálido que besa la húmeda tierra, evaporando de forma suave el rocío mañanero. Los pequeños vegetales, saturados por tanta agua y pálidos por la escasa luz y excesiva frialdad, comienzan a erguirse con firmeza, alfombrando de verde la superficie;  el mundo animal, antes acurrucado o escondido  para esquivar la crudeza invernal, se despereza y sale al exterior para dejarse acariciar por los rayos solares, tibios y agradables ahora. 

Pero la primavera es variable y juguetona como una adolescente. Lo mismo se muestra cariñosa y afable que, con un mohín pícaro, se aleja presurosa y esquiva, dejándote sorprendido y confuso. Algo así ocurre hoy. El límpido azul  del firmamento ha desaparecido cubierto de feos nubarrones y la lluvia ha comenzado a caer. Mas este agua primaveral, salvo excepciones, es agradable, no violenta y el ruido de las gotas al estrellarse en la calle, parece una improvisada sinfonía que nos adormece en las horas de la siesta. Tiene, además, la virtud de su brevedad; carece de la constancia machacona del agrio invierno; son cortos aguaceros que limpian el aire, desprendidos de veloces nubes aisladas, que nos dejan ver trozos luminosos de cielo.

¡Bendita primavera que, tras la crudeza de la estación invernal, nos promete un ambiente en el que la vida se muestra con toda su espléndida belleza y palpitante variedad! .Y que, además, nos sacude de esa pereza mental en la que nos sume el invierno, obligados a estar situados junto al calefactor o la mesa camilla, quietos, inactivos, pendientes solo de  desentumecer el cuerpo, sin ganas de pensar o de hacer volar la imaginación.

Excitado más que movido por el nuevo  ambiente físico del entorno, me he puesto a revolver deterioradas carpetas, llenas de pálidas hojas manuscritas y objetos arrinconados, cubiertos de polvo. Y he encontrado una vieja colección de discos de vinilo con gran variedad de obras y canciones. Con cuidado los he limpiado y después de repasar el antiguo tocadiscos que permanecía, igualmente,  olvidado en un rincón de mi pequeña biblioteca, mientras las gotas de lluvia resbalan en el cristal de la ventana, he estado durante algunas horas, escuchando música: nocturnos de Chopin, guitarra clásica, Mozart y varios de aquellos boleros con los que, enlazado a una   chica, bailaba con ocasión de alguna fiesta, un tanto nervioso  por la cálida proximidad de la jovencita y los esporádicos roces de sus turgentes pechos.

Para los que conservamos, pese a la edad, un corazón romántico, la música –aquella que  escuchamos en especiales momentos de nuestra vida- nos hace recordar, con nostalgia, un pasado ya lejano. Y la imposibilidad de recuperarlo nos produce una dolorida sensación que no pocas veces arranca, sin querer, unas furtivas lágrimas que corren, lentas,  sobre las mejillas y nos obligan a  limpiarlas con el dorso de la arrugada mano, algo avergonzados…

¡Lluvia primaveral! ¡Música y recuerdos de sucesos y olvidados ensueños ¡ En la casi absoluta soledad en que me encuentro, la concurrencia  expresada me sumerge en una especie de regresión al ayer, a momentos vividos  con un cierto relieve; son, por tanto, retazos sueltos, sin orden cronológico, que provoca o suscita  la actual circunstancia, el estado anímico de ahora en un solitario presente que, cada día, huye con velocidad acelerada 

Mientras miro  esas gotas menudas que resbalan por el cristal y observo el mecerse de las breves ramas y hojas de  los arbolitos y   plantas que han situado, como adorno en la calle, para darle aspecto de frondosa avenida (¡milagrosa imaginación de nuestros ediles!),  me viene a la memoria aquel lejanísimo día en que, después de febril enfermedad, me llevaron al parque. El explosivo verdor de los árboles y jardines, la cegadora luz del sol en un cielo sin nubes, el rumor del agua en el artificial riachuelo, el ágil vuelo de las palomas,  me produjeron como un estremecimiento de admiración y felicidad  al contemplar, y sentir, la vida que me rodeaba, bella y atractiva, olvidada en los calenturientos  días pasados en oscura habitación, sudoroso y dolorido. Es algo que ha permanecido en mis recuerdos, pese a los pocos años que tenía.  Parecida sensación me invadió el día que, en vez de asistir a la escuela, un revoltoso grupo nos fuimos a la sierra donde está situado el santuario de la Patrona. Cansados y sudorosos, conseguimos llegar hasta la cumbre a través de estrechos caminos y trochas inclinadas. El esfuerzo agotador y los arañazos de los matorrales, se vieron premiados por el panorama que desde allí podía admirarse: una enorme extensión de verdes olivos, diminutos cortijos, lejanas montañas que  se perdían en el horizonte…Y un cielo luminoso, limpio, como recién lavado por las blancas nubes que, como esponjas, parecían deslizarse  por un infinito cristal azul. La contemplación del panorama producía un goce casi sensual,

Aquella primera aventura tuvo sus consecuencias: Mi maestro, que me estimaba mucho, me riñó agriamente hasta hacer que unas amargas lágrimas brotaran de mis ojos,  que no se atrevían a mirarle. Al observarme, cesó en su regañina y me paso su mano por la cabeza, mientras me exigía la promesa de portarme bien.

                                                 Extraños en la noche

                                                  (Snyder y Singwton)

El disco terminó y al azar cogí otro y lo coloqué, Era una selección de boleros  de esos que no se olvidan nunca, como “La vida rosa”.”Quiéreme mucho”, “Perfidia”…Y a mi memoria llegan algunos de esos momentos emotivos en que, muy apretado a mi pareja,  lentamente, nos movíamos por la pista de baile abarrotada de otros jóvenes. Y en una ocasión, no se como, mis labios rozaron apenas los de mi compañera, de esplendida y subyugadora belleza. Ella, hermana de un íntimo amigo, era  inteligente hasta asustar. No ofendida y sonriente, con un mohín casi maternal, me susurró un “no seas malo”… Como  tímido que soy tartamudee una excusa, en tanto ella sonreía no se si picara o divertida, La verdad es que  nos tratábamos mucho, especialmente desde que yo le había ayudado en un tema literario que debía presentar, en su preparación de monitora, en cierta organización femenina… Éramos de la misma edad, quizá ella algo mayor y, con toda seguridad, mas conocedora del mundo y de las gente, tal vez por sus viajes y cambios de residencia de la familia. En mas de una ocasión yo le había indicado que, pese a su belleza, no me atrevería nunca  unirme a ella, pues le tenía miedo a lo  inteligente, lista y decidida  que era. Lo que no impedía que me encantara estar  a su lado y charlar de todo los divino y humano. Aunque la verdad debía ser que nunca llegué a estar enamorado,  pese a su atractivo y cualidades. Y  es que el enamoramiento solo surge cuando, entre ambos, existe algo desconocido, oculto, extraño, como una fuerza hipnótica, que atrae sin que se pueda impedir.

                                       Gotas de lluvia sobre mi cabeza…

                                         (Bart Backarach y Hal David)

Los años de la posguerra, especialmente los 40 y 50 del pasado siglo, fueron duros, penosos. Faltaba trabajo, la poca industria anterior estaba destruida., y  la pobreza y escasez  abundaban  en todos los pueblos. Solo la  agricultura   absorbía mano de obra en las diversas  fechas que el cultivo lo exigía. Fue aquella una época gris, triste, opaca, miserable; las colas para recoger los alimentos racionados –casi todos, desde el pan al tabaco- eran contínuas. La mano de obra, como una mercancía más, se ofertaba en la plaza de abastos, donde se reunían  los parados.

En aquellos tiempos llovía con una tozudez desesperante. Familias enteras permanecían inactivas en los cortijos, sin poder efectuar la recogida de aceitunas. Ello implicaba endeudamiento en panaderías y comercios para lo  indispensable.

Durante semanas enteras, incluso meses, con mayor o menor intensidad, no dejaba de llover. Las cunetas de las carreteras se convertían en arroyuelos de agua clara, donde el croar de las ranas era constante concierto y, por todas partes, fluían pequeños manantiales del líquido que la tierra ya no absorbía. En la escuela, de altos techos y suelo de grandes lozas de piedra, hacía un frío que nos producía una tiritera inacabable. El propio maestro, al que de su casa llevaban un brasero, no dejaba de frotarse las manos.

Era normal, en aquella época, que los maestros de las escuelas nacionales enseñaran todo, desde el alfabeto hasta el limite de sus propios conocimientos, que no llegaban a mucho. El excesivo número de alumnos, les obligaba a que los más adelantados  dieran a su vez clase a los más pequeños, sobre todo en la escritura y primeras operaciones aritméticas.

El  recreo tenía lugar en una placita situada entre la sacristía de la Iglesia Mayor, compartido con el patio de  la casa de comidas destinadas a gran parte de la hambrienta población. Aproximadamente en el centro de este patio, existía una pequeña fuentecita con un breve pilar exagonal, que el agua de un muñeco de hierro mantenía lleno. Beber allí para los mayores no era problema; para lo pequeños, que habían de subirse  al pretil del pilar, era dificultoso y arriesgado, sobre todo con la lluvia que lo hacía resbaladizo. Y mira por donde, un día, con la prisa de acabar pronto para no mojarme mucho la cabeza, caí en el pilar, empapándome de agua hasta los huesos. A mis gritos y gemidos, acudieron el maestro y algunos mayores y me sacaron. Mi lamentable estado les obligó s desnudarme, y envuelto en la bata del profe –entonces se usaban para no estropear el traje-, me colocaron junto a los fogones de la cocina para  que no cogiera una pulmonía. Allí, las cocineras, me peinaron y me prepararon un caldito caliente y un bocadillo, que devoré mientras mis ropas se secaban junto al fuego. Desde entonces, cada vez que veo al muñeco, situado ahora en un parque, me río recordando el miedo y la vergüenza que pasé en aquella ocasión.

                                               Candilejas                                   

                                           (Charles  Chaplin)

El cine y el teatro  me han gustado desde pequeño.  Eran como una fuente de ensoñaciones, de aventuras, pues vivía lo que se desarrollaba en la proyección o se representaba en el escenario. Para mi suerte, casi siempre entraba de forma gratuita, gracias a mi amistad con la taquillera, Pepita., desde que una vez, por  casualidad, me pidió que la acompañara por los vericuetos del teatro a recoger el brasero con el que aguantaba el frío del invierno en la ventanilla-taquilla, que daba a la calle. Y es que le tenía  cierto miedo o recelo a la oscuridad reinante en el subsuelo del escenario, donde se lo preparaban. Desde entonces yo me presentaba a la hora oportuna  para acompañarla y  después subía hasta la última planta –el gallinero como le decían- para ver la película o el espectáculo. Con frecuencia, además, me obsequiaba con algunos caramelos.

Pepita alternaba la venta de entradas en el teatro por las tardes con el despacho de pan  por las mañanas, en una panadería cercana a la plaza de abastos. Era bastante bajita, pasadita en edad, que ella disimulaba con un arreglo excesivo de maquillaje y pintalabios. Pero resultaba simpática, especialmente a mí.

Las películas de la tarde eran de aventuras y, como entonces las llamábamos, de caballistas, sin doblaje al español, pese  a lo cual entusiasmaban a la chiquillería,

Tendría poco más de doce años cuando, en las vacaciones de verano, fui a un organismo local, previa autorización, para aprender a escribir a máquina. Tanto el jefe de la dependencia, como los empleados, me trataron muy bien y pudiera decir que con cariño. Yo era “el niño” y como tal se comportaban conmigo, enseñándome los entresijos, muy simples en aquellos días, de las tareas en la oficina. Como a los tres o cuatro que estábamos en la misma circunstancia –la mayoría hijos de empleados- nos concedieron una pequeña asignación mensual, terminé  por abandonar el colegio y seguir allí con la esperanza de alcanzar, cuando mayor, algún puesto de trabajo.  

Varios amigos me introdujeron en una asociación, existente en el convento de franciscanos, en  cuyos locales, aparte diversos juegos, se ensayaban y representaban breves piezas teatrales. Pero estas  actividades eran insuficientes para una juventud que  aún soportaba la escasez  y traumas sobrevenidos de un trágico enfrentamiento fratricida  en todo el país, y que carecía de lugares y medios donde satisfacer sus  deseos de diversión. El ambiente era tristón, opaco, incompatible con la explosión vital de la juventud  De ahí que surgieran conjuntos, grupos que, so pretexto de conseguir medios económicos para fines benéficos,  organizaban funciones teatrales y espectáculos; mas, soterradamente, de forma tal vez inconsciente, lo que se buscaba era la reunión entre chicos y chicas y romper así la monótona separación,  social y de sexos, existente.

Fuera del cine y de las esporádicas actuaciones señaladas, pocos modos habían de distracción, salvo las tabernas y cafés, en los que se jugaba al dominó y a las diversas modalidades de las cartas, para   terminar sobrecargados de alcohol. La compañía femenina tenía que buscarse en la calle, cuando la lluvia te permitía pasear durante algunas horas de la tarde-noche. Nos cabe, sin embargo, el honroso atrevimiento, a nuestro pequeño grupo, de haber conseguido, no se como, que en el principal teatro se dieran algunos conciertos importantes: uno por la Orquesta Sinfónica de Madrid y otro por la Orquesta  de Cámara Taffanel, de Paris, formada ésta última por chicas.

  El teatro, para mi, siempre ha tenido un especial encanto, sea cual fuere el espectáculo representado a la luz de sus viejas candilejas, sobre todo cuando yo colaboraba en alguno de su menesteres.

    Verano del 42

                                  (Michel Legrand)

Los veranos andaluces, de manera especial la zona comprendida en el valle del Guadalquivir,  son extremadamente calurosos. Un sol inmisericorde fulmina las tierras de la campiña y comarcas limítrofes, secando los cultivos que el invierno regó generoso. En aquellos años de la década de los 40, recién terminada la tragedia surgida del odio, la miseria y la estupidez de los naturales de este país (que nunca aprenden ni escarmientan), las labores de recogida de aceituna se  realizaban a mano, en invierno. En el verano, cuadrillas numerosas segaban el trigo, la cebada y demás mieses, sudorosos bajo un sol de justicia. Después, en “haces” apretados, eran transportados hasta las eras,  donde se efectuaba  el proceso de  convertir los secos tallos en paja (pequeños trocitos) con el trillo y sus cortantes ruedas de acero, arrastrado por caballos o mulos,  con lo que se conseguía deshacer las espigas y dejar libre la semilla. Mas tarde, aventando con bieldos y palas de madera lo trillado, el viento separaba la ligera paja del grano, que se iba acumulando en un montón ya limpio, brillando como el oro al recibir la coloreada luz del ocaso.

Como todavía la urbe no había invadido las tierras de secano que la rodeaban, existían extensas  parcelas para siembra de cereales y, si el invierno había sido pródigo en lluvia,  se aprovechaba gran parte   para  el cultivo de melones  y otros frutos. Para evitar  robos o destrozos nocturnos, alguien dormía y vigilaba la era.  En el melonar, lo normal era construir unas chozas más o menos grandes, que en el periodo de crianza y recogida, prácticamente habitaba parte de la familia durante  el día y la noche.

Dormir bajo un cielo cuajado de estrellas en las noches de agosto, acostado en la era sobre un montón de paja y arropado con una pequeña manta, es una gozada que nunca se olvida. Unos vecinos bastante acomodados y algo parientes, me llevaban en ocasiones con ellos, lo que para mis seis o siete añitos, suponía una aventura extraordinaria, corriendo o revolcándome  sobre  la paja, persiguiendo lagartijas o jugando con María de la O –Mariló para todos- hija única del matrimonio, varios años mayor que yo. Ella era muy inquieta y atrevida y más de una vez hizo que nos escapáramos hasta el río, a la búsqueda de ranas, o inventaba travesuras como subir a los árboles  o hacer construcciones con barro, para luego destruirlas  a pedradas, como si de un ataque militar se tratara… 

La madre siempre quedaba en casa. Nosotros éramos los encargados de llevar la comida  al padre, sobre mediodía, y ya nos quedábamos con el hasta la mañana siguiente. Antes del almuerzo y a primera hora de la noche, nos dejaba solos, para acercarse a un ventorrillo cercano y tomar unas copas, casi siempre muchas,  después de la jornada diaria,  cuando el trabajo estaba hecho. Nosotros jugábamos un rato al parchis, a los chinos o nos entreteníamos con cualquier invento de Mariló hasta que  le sentíamos llegar.

Dormir, salvo que corriera viento, lo hacíamos junto a una choza, en  pequeñas colchonetas llenas de paja, arropados con una ligera manta. El padre, cuando regresaba del ventorrillo, tambaleándose por el aguado vino que había ingerido con sus amigos, se acomodaba dentro sobre un montón de secos rastrojos y no pasaba un minuto cuando sus ronquidos rompían el silencio de la noche.

  Mariló y yo, cara al cielo, contábamos las estrellas fugaces que, de vez en cuando, cruzaban el espacio u observábamos la luna que, en ocasiones, ocultaban ligeras nubes.

                                Y charlábamos hasta cansarnos.

-Mira el camino de Santiago –mi indicó una noche, señalando el conjunto de estrellas que poblaba el cielo. Los puntito brillantes, que parecen estrellas, y la luz que los rodea, son  piedras del camino y el polvo que levanta el caballo al correr.

-¡Anda ya! –exclamé – ¿Quien te ha dicho eso?

-Mi padre. Ahora, en Agosto, es cuando se ve muy  bien.

-Yo creo que son estrellas- repliqué

Y enzarzados en esta discusión u otras por el estilo, nos quedábamos dormidos hasta que el padre nos despertaba.

-¡Levantaos ya, dormilones!

Un día, cercano el atardecer, el padre dijo a Mariló:

-Voy a llevar grano al pueblo. No tardaré mucho, pero mientras llego, tenéis que vigilar todo.

-Si, papá- respondió la niña

Dimos unas vueltas recorriendo la era y la parcela y como no observamos nada anormal, volvimos a la choza.

-¿Quieres que juguemos?- propuso ella

-Bueno

-Jugaremos a los papás y las mamás

-¿Y eso como es?

–Tú marchas y revisas el campo y yo preparo la cena, como hacen las mujeres. Mis amigas también juegan a esto.

No me pareció muy divertido el juego pero, como siempre, la obedecí. Cuando regresé de dar una vuelta por la era y alrededores, ella había preparado unos bocadillos con salchichón, que nos comimos con rapidez, pues teníamos hambre. Después dijo:

-Vamos a la cama.

                                 -¿Tan temprano?

-Tú calla y acuéstate allí, en el lugar que utiliza papá.

Así lo hice, un poco extrañado. Ya tendido sobre la paja, ella se acomodó junto a mi, muy cercana, y con parsimonia fue desabrochándose la blusita. Ante mis asombrados ojos aparecieron unos incipientes pechos con rosados pezoncitos.

-¡Mariló!- exclamé

-Anda, acarícialos. Así lo hacen los maridos. Yo lo he visto en  casa.

Ante mi timidez y asombro, ella me cogió una mano e hizo que los tocara con suavidad.

-Bésame- ordenó

Acerque mis labios a sus mejillas, pero Mariló me cogió con sus dos manos el rostro y me llevó hasta sus labios, algo húmedos.

Nunca, hasta entonces, había yo sentido un temor y una tan extraña e indefinible emoción en mi corta vida.

El ruido de unos pasos hizo que Mariló se separara de mí un poco.

-Ya estoy aquí –se oyo decir al padre. Y luego- ¿Qué hacéis ahí?

                                -Es que tenemos frío –contestó Mariló- y juntos estamos mas calentitos.

                               -Ah, bueno. Yo me quedo fuera en adelante..

                               Y ya, siempre, dormimos en la choza, abrazaditos, besándome ella y correspondiendo yo con timidez. De vez en cuando me susurra “te quiero, chiquitín”, y me pregunta “¿Y tu a mi?”, lo que me obliga a contestarle  “Si, te quiero.

Por las mañanas, todavía adormilados, el padre nos gritaba:

-¡Venga, dormilones!, Tenéis que ir a casa para traer los avíos.

Nos levantábamos. Ella sonriente y alegre  siempre. Se alisaba como podía el cabello y después de recoger los cacharros de la comida y las cestas donde las porteábamos, me ordenaba a voces:

¡Vamos a casa, chiquitín! Hasta luego, papá.

Yo, hipnotizado, la seguía sin replicar ni hablar. Solo se me escapaba, de vez en cuando, su nombre: Mariló. Los días y noches siguientes, hasta que terminaron las faenas del padre, fueron un calco, una repetición. Pero sí hubo una novedad. En su casa, cada vez que la ocasión era propicia, ella me apretujaba y yo la acariciaba con creciente habilidad.

Llegó septiembre y la escuela nos separó. Como los abuelos de Mariló vivían en un pueblo cercano y estaban delicados, toda la familia se trasladó allí y a la niña, para estar más libres y atentos al cuidado de los ancianos, la internaron en un colegio de monjas.

La rutina del colegio y los nuevos amigos hicieron que todo lo ocurrido en Agosto, tan especial y extraño, perdiera intensidad en la memoria y desapareciera mi estado casi hipnótico.

De Mariló y su familia no supe nada hasta pasados siete u ocho años, cuando los abuelos se marcharon de esta vida y todos regresaron. Y regresaron para celebrar aquí, en la tierra natal, un singular acontecimiento: la boda de Mariló. No sé  con certeza la edad que tendría; calculo que de diecisiete a veinte años, muy joven por tanto.

Como éramos parientes lejanos, nos invitaron, como era lógico, al

 acontecimiento. Yo, muy arreglado con camisa, pantalones y jersey nuevos, entré, después de tantos años, en su casa. Mariló, vestida de blanco y una especie de corona en la cabeza, estaba guapísima, parecía un ángel. Al verme, alegre, casi gritó:

-¡Chiquitín, que grande y guapo estás!

Me acarició cariñosamente el rostro, mientras me decía:

-No te beso porque te mancharía de carmín.

Pero esto no debía importarle mucho, porque en un momento en que nos quedamos solos, no recuerdo la causa, me cogió la cara y me besó, con algo de precipitación, en los labios.

-Límpiate bien, que tienes algo de carmín –me ordenó, como acostumbraba.

Después de la ceremonia, celebrada en la Iglesia Mayor, hubo un almuerzo en el que corrió abundante el vino. A continuación sirvieron dulces, café y licores. A última hora de la tarde los novios se marcharon y los demás, poco a poco, nos fuimos despidiendo.

Había anochecido y para despejarnos un poco, paseamos comentando la boda y  los temas cotidianos de la juventud. A mí, el paseo y el aire fresco de la noche, consiguieron mejorarme  del mareo producido por el alcohol, al que no estaba acostumbrado.

De repente, al mayor de la pandilla, se le ocurrió algo que a casi todos causó  entusiasmo y a mi me asustó.

-Vámonos de niñas.

Lo de niñas era un eufemismo de prostitutas. En el pueblo, entonces, existía un barrio de mujeres dedicadas a este que dicen es el oficio mas antiguo del mundo; barrio, además, situado casi en el mismo centro, con calles estrechas y viejas casas, residuos de la zona judía del pasado.

Del grupo se escabulleron algunos y al final solo quedamos cuatro, yo muy reacio, pero bien sujeto por el promotor, que me decía:

-Por dinero no te preocupes; conozco un sitio que cobran barato.

Por el laberinto de callejuelas llegamos hasta una casucha, desconchada y sucia. Al abrir la puerta una mujeruca voceó:

-¡Chicas! Aquí tenemos un colegio entero.

Pronto nos rodeo un grupo de mujeres, muy mayorcitas ellas, que bromeando y piropeando, se enlazaron al brazo de mis amigos, tirando hacia la planta de arriba, no sin antes exigirles el pago  la que parecía encargada. El promotor de la aventura, señalándome, indicó a ésta:

-El chiquito, como es la primera vez, que lo estrene la Rufina, que tiene mucha experiencia.

Rieron divertidos y, casi de inmediato, salió la llamada Rufina: Una hembra enorme, gorda, con el rostro pintarrajeado para disimular las huellas de viruelas. Sin mucho protocolo me cogió de la mano y tirando de mí con fuerza, casi me arrastró diciendo:

-Vamos, niño, que te voy a enseñar lo que es bueno.

Subimos por la escalera, que temblaba al peso de la hetaira, y me entró a una habitación pequeña con  un camastro, una percha y una palangana.

-Desnúdate –me ordenó, mientras ella se quitaba la bata, los sujetadores y las bragas.

-Mira lo que te espera –me dijo, señalando unos enormes pechos que le colgaban  como pesados melones. El vientre, enorme, se le derramaba por la cama y el ombligo le sobresalía en el centro, como una bola de ping-pong.

Tiró de mi y me derribó sobre toda su blanducha mole, diciéndome al propio tiempo: “En ese bosque de las entrepiernas está lo mas sabroso.”

Yo, tembloroso, asqueado y asustado, conseguí desasirme de sus garras y, a medio vestir,  salí corriendo y llorando de la habitación, salté por las escaleras y , ya en la calle, caminé a toda prisa, como si me persiguiera el diablo.  Ella gritaba:

-Pero niño, ¿Qué haces? Ven y verás lo que es bueno.

Sin parar llegué a casa y me acosté. Tapada la cabeza con la almohada, entre sollozos, susurraba: ¡Mariló! ¡Mariló!…

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Pasados muchos años después de estos hechos, leí  un breve estudio de Marañón sobre los contactos desiguales y tempranos. El gran doctor escribía que en estas relaciones sexuales, prematuras por la edad y desiguales  por la pareja, como en el caso ultimo narrado, el joven puede sufrir un fuerte y grave trauma  que condicionará, en ocasiones, su vida. Para las personas responsables es obligado evitar  y corregir el falso machismo, en una edad en la que la mujer es idealizada, y evitar una situación monstruosa, esperpéntica como la descrita, que destruye la bella imagen forjada en la juventud. 

Transcurrido, también, mucho tiempo, al recordar a Mariló, llegué a pensar si fue como la Lolita, de Nabokov, a la que el escritor calificó como “nínfula”. Pero no, reflexionando con más hondura, considero que Mariló, en el periodo narrado fue, y debe ser aún, una niña auténtica, generosa, alegre, sin maldad, que tomaba la vida como un juego inacabable. Para ella vivir era jugar, jugar a todo; cuanto observaba del mundo y de los demás, lo imitaba, lo transformaba  en un entretenimiento o juego personal. De ahí que su temprano matrimonio, con  pocos años, resultara un fracaso. El marido era un hombre demasiado normal para entenderla y seguirla en sus permanentes travesuras.Se separaron y desconozco lo que fue de ella.

Lo cierto, para mi, es que a Mariló, nunca se la puede ni siquiera comparar con una “ninfula” como Lolita, incitante y provocativa para  hombres maduros; por el contrario, podría considerársela como niña eterna que, en el fondo, no quería crecer, como Peter Pan.

    Málaga

(De Suite Iberia, de Albeniz)

l

Mis nietos, hoy, sin consciencia clara del hecho, han recorrido ya medio mundo. En mi infancia, por el contrario, era un caso raro esta movilidad. Yo, por ejemplo y sin ir mas lejos, la primera vez que salí del pueblo fue para ir a la capital en su feria de mayo.Y ello tras de una pesada insistencia con los padres, explicación detallada del grupo de amigos embarcados en la aventura y después de haber ahorrado, de la asignación semanal, lo suficiente para pagar el autobús, los gastos que surgieran en el viaje y estancia en el recinto ferial, que entonces se situaba en la Victoria.

Cuando la corta retribución del trabajo lo permitió (en aquellos días si que era precaria), como no quería permanecer siempre en la minima escala, decidí estudiar por libre, como lo hacían algunos amigos. Ellos mismos me matricularon en la Escuela de Comercio de Málaga y   comencé en solitario la dura tarea de aprender por mi cuenta, sin guías ni profesores,  solo con  libros, caros y enrevesados para la escasa formación  recibida en la escuela de aquel tiempo.

En junio, convenientemente avisado de las fechas de examen, cogí el asmático tren de  carbón que enlazaba en Puente  Genil con el de Córdoba-Málaga, lo  que para mi fue el mas largo viaje hasta entonces hecho. En la estación malagueña me esperaban esos entrañables amigos que me habían gestionado el papeleo; incluso paré en casa de uno de ellos durante algún tiempo, hasta que me di cuenta de la tarea de la madre, con numerosa prole y un agregado temporal y discretamente, con la excusa de que la Escuela me caía lejos, terminé por alojarme en una pensión.

Todo esto, por agradecimiento, estaba obligado a decirlo, pero lo que deseaba resaltar es mi emoción al hallarme en una gran ciudad y contemplar, por vez primera, el mar azul, inquieto e inmenso, que parecía querer derramarse sobre la tierra… Tengo la facilidad de habituarme rápido al entorno y, con la ayuda de mis amigos, pronto conocí gente de nuestra edad y chicas, y asistí a los guateques que organizaban para pasarlo bien. Los domingos y días libres, en moto, íbamos a Torremolinos –todavía un anejo de la capital- donde se había inaugurado un lujoso hotel, y nos bañábamos en unas playas casi desiertas. El boom turístico estaba aún en su inicio, así como la desbocadas construcciones a lo largo de la costa.

Mi deseo no es describir como era la ciudad en aquellos días, sino expresar cómo me gustaba y, pese a la preocupaciones de los exámenes, cómo me divertía con los amigos, correteando los jardines de Puerta Oscura, la Alameda, la calle Larios, diariamente cruzada para ir a la Escuela de Comercio, situada en una calleja mas   arriba de la plaza de la Constitución, en un caserón viejo que reclamaba su derribo. 

En radio Juventud, una emisora en pruebas, dónde hacían pinitos como locutores   algunos amigos, pasábamos buenos ratos; también en un Consulado, próximo al puerto donde habían formado una asociación de amigos del país representado. En una ocasión, por excesos juveniles, el secretario del Cónsul nos desalojó con desusado rigor. No pasó nada pues al día siguiente estábamos de nuevo juergueándonos en el salón que nos tenían reservado. Otras veces, por las noches,, nos íbamos a las rocas que bordeaban el mar hacia el Palo, destinadas, según decían, a construir sobre ellas el paseo marítimo. Para mi el mar ejercía un especial atractivo y me causaba, al propio tiempo, un cierto temor, tal vez porque la natación nunca ha sido mi fuerte. Recuerdo que, paralelo a las rocas, pasaba el tren suburbano que llegaba hasta Velez. Contemplada la ciudad desde la altura de la antigua carretera, con inacabables curvas y custodiada por los pinos del monte, es un espectáculo de sorprendente belleza.

Bésame  mucho

      (Consuelo Velazquez)

La pensión donde solía alojarme los últimos años, estaba bien situada, a mitad del camino entre la Escuela y  las primeras edificaciones frente al mar. La propietaria, doña Lola, era viuda de un funcionario de Hacienda y tenía solo una hija, de unos veinte años, que trabajaba ya como auxiliar en la misma oficina donde estuvo el padre. Como huéspedes permanentes estaban un matrimonio, ambos jubilados, que carecían de parientes y un agente de seguros, ya mayor, que casi siempre se encontraba de viaje. Una asistenta  ayudaba a doña Lola en las  tareas y en la cocina, además de su propia hija. Realmente era una pensión tranquila, con personas formales que no creaban ningún problema, casi una familia. A la escasa paga recibida por la viuda, le venía muy bien los beneficios obtenidos, pues el sueldo de la chica, como todos en aquella época, no daba para mucho. Yo era el único huésped no  estable, en una pequeña habitación, y ello porque estaba recomendado por la madre de un amigo.

Cuando llegaba la fecha de mi traslado para los exámenes, avisaba con antelación para que habilitaran mi habitación que, en mis ausencias, se utilizaba para la plancha. Lo cierto es que allí se estaba a gusto y se comía bien. Doña Lola era cariñosa, discreta, maternal. Y la hija, Magda, una muchachita muy guapa y atractiva, educada, trabajadora y seria, que escogía muy bien a sus amistades, razón por la cual la madre estaba contenta y confiada. En los últimos tiempos salía a veces con un  joven que a mi me parecía excesivamente formal, redicho y bastante engreído, no se por qué.

Magda, en las horas que  coincidíamos en casa, charlaba mucho conmigo. Para mi era muy agradable y nuestras conversaciones fueron variadas, sobre cualquier tema. Le gustaba, como a mí, la música y la literatura, el cine y el teatro. Realmente tenía una cultura amplia, unos gustos muy parecidos a los míos y sabía soportar las bromas no hirientes ni torpes. Yo, con frecuencia, criticaba al que, de vez en cuando, salía con ella. Mis calificativos le hacían reír, incluso los confirmaba. En más de una ocasión yo le dije:

-Si yo fuera él, no me separaba de ti ni en sueños. El engreído es tonto

-No seas malo- me reprochó sonriendo,

                                  En verdad, el tiempo al lado de Magda, se pasaba con mayor rapidez de lo normal y  de lo que yo deseaba.

Como en el último curso, por diversas circunstancias, me había descuidado y llevaba flojos los estudios,  me fui con unos días de antelación para aprovechar la tranquilidad y sosiego de la pensión, quemándome las cejas en mi cuarto, donde nadie me molestaba. Ni a mis amigos se lo dije, con el fin de que no me arrastraran a sus andanzas.

La decisión resultó útil, pues de unos días intensos sin salir a la calle,  cuando empezaron los exámenes de las distintas asignaturas, me fui desenvolviendo bastante bien. Una había, sin embargo, que no lograba dominar: las “matemáticas financieras”. Aunque era la última y contaba con más tiempo, se me resistía pese a mis esfuerzos. El examen estaba previsto para un viernes por la mañana, lo que obligó a que el jueves, desde muy temprano, me dedicara al estudio. Solo a la hora del almuerzo descansé un poco y porque doña Lola me riñó cariñosamente.

-Descansa, hombre, que te vas a volver loco. Anda, vamos a comer.

En la mesa estaban ya el matrimonio, que también me riñó, Magda y la asistenta.

Durante la comida, como siempre, se hablaba de cosas cotidianas, de lo cara que estaba la vida, de la próxima feria de agosto, de un trasatlántico que había llegado lleno de turistas y otras menudencias.

Volví pronto a los libros y durante toda la tarde traté de desentrañar aquella suma de fórmulas endiabladas, gráficos y tablas de amortización. Al anochecer se acercó doña Lola y, con su eterno afecto, me sugirió:

-Yo creo que es peor, a estas alturas, intoxicarte más con el estudio. Debías dar una vuelta y despejarte, para estar mañana tranquilo. Magda va a salir a hacer unas compras, ¿Por qué no la acompañas y así te distraes algo?

Después de pensarlo un poco, me pareció bien y tras una ligera ducha,  estuve disponible. Magda me esperaba arreglada y juntos salimos a la calle. Visitamos varios comercios, donde ella  adquirió algunas cosas .La invité a unos helados y, ya anochecido, le propuse:

-Debiamos ir hasta las rocas y respirar la brisa marina. Creo que me sentará muy bien.

-Pues vayamos –dijo ella- Conozco un lugar bonito y cercano.

Y hacia allí nos encaminamos. Ella era poco habladora de sí misma, pero en esta ocasión conseguí sonsacarla y que me contara cosas de su vida, de lo que le gustaba, de sus proyectos, de sus ideas, de sus amigas y amigos.

Llegamos a las rocas y me llevó hasta un lugar algo apartado, desde donde se divisaba el puerto y el enorme barco anclado.  La noche era espléndida. Una luna creciente iluminaba un mar sereno. Las pequeñas olas, al chocar con  las rocas, parecían susurrar quien sabe qué mensaje. Todo invitaba a una paz sin problemas y al sosiego.

-La noche, la luna y el mar poseen una maravillosa magia. Es como si el travieso duendecillo de el “Sueño de una noche de verano”, de Shakespeare, hubiera rociado un filtro sobre todo, haciéndolo mas bello y hermoso,-comenté.

Magda me miro fijamente. Sus ojos brillaban como el mar y el carmín de sus labios perfectos, suavemente iluminados, sugería el color de una fruta madura, rebosante de vitalidad. Sin poderlo evitar, me incliné hacia ella y la besé con pasión contenida. Sorprendida, siguió mirándome, sin saber qué decir, y yo, nuevamente, atrayendo su rostro hacia mi, volví a besarla largamente, mientra la acariciaba.

Ella tardó en reaccionar y decirme:

-¡Por favor, esto no puede ser!… 

Pero no hizo intención de separarse y, entonces, rodeando su cintura con mis brazos, volví a darle un beso largo, largo…Tal vez sin saber lo que hacia, me echó sus brazos al cuello, y me besó a su vez con la misma fuerza y pasión que yo lo hacia. Hasta que separándose bruscamente, dijo:

-¡Vámonos, es tarde!

-Dame la mano, no vayas a caerte- le indique

Así lo hizo, hasta dejar atrás las rocas. Pero al final tropezó y yo le impedí caer el suelo, porque se agarro a mí, lo que aproveché para atraerla  por la cintura y  besarla de nuevo.

-¡Por favor, déjame…Esto no puede ser!

Emprendimos camino de casa, pero yo aún le tenía cogida la mano. Poco a poco, nuestros dedos, se entrelazaron y apretaron sin soltarse durante todo el camino. Ya en el ascensor, mientras subíamos, volvió a mirarme con fijeza, entreabiertos los labios y  con apagada voz, me dijo:

-Te quiero

-Yo también de quiero – afirmé

   Y nos besamos de nuevo con pasión, abrazándonos con fuerza.

-Esperemos un poco- me dijo delante de la puerta,  antes de abrir- estoy muy agitada.

Tras unos breves momentos, introdujo la llave y abrió.

Se oyó la voz de la madre, preguntando:

-¿Por qué habéis tardado tanto? Ya estaba preocupada

-Nos encontramos con unos amigos- respondió Magda

Esta noche no pude dormir. La emoción y el sabor de los labios de Magda me hicieron dar vueltas y vueltas en la cama. Solo casi al amanecer cerré algún tiempo los ojos, pero en sueños, me aparecían la imagen de ella, de sus labios rojos, mezclados con  álgebra, formulas matemáticas, tablas de amortización, el caserón de la Escuela, la mala cara del profesor, la luna, el mar…

La voz de doña Lola me volvió a la realidad:

-Chico, levántate, que no vas a llegar a tiempo.

Y, efectivamente, eran las nueve y media y a las diez comenzaban las pruebas. Me vestí rápido, cogí  un taxi y justo cuando el bedel iba a cerrar la puerta, llegué. Me senté en el único pupitre que estaba vacío, casualmente al lado del empollón del curso. Como el aula era pequeña estábamos bastante próximos unos de otros, lo que obligaba a los profesores a una vigilancia más estricta.

Repartieron los ejercicios y folios sellados. Después de un repaso a la tarea, comprendí que poco de ella iba a resolver. Intenté hacer los problemas y temas que me parecieron más fáciles, pero aún así estaba atascado. Mi compañero, el empollón, se dio cuenta y, justo es decirlo, exponiéndose, colocaba los  que iba terminando, de forma que yo pudiera verlos y copiarlos. Y así lo hice, sin pudor alguno, en cuanto el profesor vigilante se daba la vuelta por el pasillo central. Cuando acabó el tiempo, muy deprisa, intenté realizar  dos o tres que me quedaban, mientras recogían los folios.

En el patio di las gracias al empollón, aunque estaba seguro de no aprobar,  convencido de que no había acertado en los problemas por mi resueltos. Marché a la pensión  y a las preguntas de doña Lola yo le aseguré que volvería en septiembre.

-Mira que  eres pesimista, chico. Ya verás como todo sale bien.

-No lo creo- repuse-. Voy a preparar la maleta.

-Quédate unos días más y descansa.

                                 – No puedo

                                Una vez que almorzamos, me fui a dormir la siesta y relajarme de la tensión del día. Cuando desperté aún no había anochecido. El silencio de la casa me hizo sospechar que estaba solo, pero el silbido de una cafetera en la cocina  me indicó que no, que seguramente doña Lola andaba por allí en sus tareas. Pero era Magda

-¿Quieres café? –me preguntó.

-Bueno- respondí, mientras la miraba atento. Tenia el pelo suelto, como de habérselo lavado recientemente y vestía una ligera bata, sujeta con un cinturón, pero a través de la cual podía adivinarse, casi verse, un cuerpo escultural, lleno de vida palpitante.

Ella, a su vez, fijó sus ojos en mí durante unos minutos,  mientras me ofrecía la tacita de café. Y quizá sin poderlo evitar, se acercó, me rodeó el cuello con sus brazos, diciéndome.

-Bésame, estamos solos.

Cogiéndola por la cintura la apreté contra mí  mientras gustaba en sus húmedos labios el sabor indefinible y embriagador de su carne joven. Sin saber como, la bata se desató y aparecieron unos pechos erectos, apretados y de piel suave, que acaricié con fruición; luego, muy despacio, recreándome, investigué con mis manos aquel cuerpo, (digno de ser reproducido por Miguel Ángel), por todas partes, hasta las más íntimas, en tanto ella me besaba con ardor y adhería con fuerza creciente a mi  .su bella escultura corporal. Pero en este momento, sonó la puerta y Magda, con rapidez, se separó y ciñó la bata. 

, -Hola, niños, yo quiero también café, aunque no duerma. ¿Te ha dicho que no va  quedarse unos días?

-Hace una tontería- dijo Magda- podría pasarlo muy bien… con sus amigos. Espero que lo piense mejor

-Tengo que poner al día el trabajo y, además, viajar a Argelia para cierto negocio con mi padrino. Me he comprometido y no debo abandonarlo. – me excusé.

-Un día puede representar una eternidad- sentenció doña Lola.

-Eso es cierto. En cuanto regrese del viaje, cogeré las vacaciones y las disfrutaré aquí –aseguré decidido.

                                -¿Durará mucho el viaje? –preguntó Magda.

                                -Espero que, incluido el trabajo, no tarde  quince dias en volver aquí, pues a mi padrino no le gustan los viajes,  y menos a esa zona de Africa. Solo por obligación lo realiza.

                                -Haremos una fiesta cuando vengas –  dijo Magda con una sonrisa

Aquella noche llegaron por Magda algunas amigas. Yo las acompañé pero estaba soso y cabreado; en ningún momento pude estar solo con ella, ni incluso en el ascensor,  pues al entrar coincidimos con el matrimonio jubilado que regresaba de su habitual paseo.

Terminada la cena, me despedí de todos, pues me iría muy temprano. Besé protocolariamente a las mujeres, incluida Magda, y me fui a la cama. Sentía una intensa amargura.  

Por la mañana, cargado con la maleta, pero sin  hacer ruido, me dirigí hacia la puerta; por el pasillo  ví, entreabierta, la  de la habitación de Magda; ella estaba allí, mirándome con sus bellísimos ojos, que brillaban en la semioscuridad, como llorando. Me lanzó un beso con la mano y desapareció.

Ya en el tren no dejaba de pensar en todo lo sucedido y estaba a punto de bajarme, con olvido de compromisos y obligaciones, cuando se puso en marcha. Me volví a sentar y con el rostro entre las manos, agachado, no pudo evitar que   unas lágrimas se me escaparan por las mejillas. Era la segunda vez que lloraba a causa de una mujer. Repuesto algo, para consolarme, pensé que el tiempo volaba y pronto estaría con Magda.. Lo inesperado es que aprobé, mientras que al empollón, según me contaron, lo habían suspendido: misterios inexplicables de los exámenes. Y un suceso desgraciado fue que a doña Lola le dio un infarto. De esto me enteré al regreso del  obligado viaje, que se alargó mucho mas de lo previsto, cuando encontré una esquela en el buzón. 

Traté de hablar con Magda pero no pude localizarla. Estaba con unos tíos suyos en Madrid, para donde había pedido el traslado en su trabajo, quizá por mi error durante el viaje de no haberme puesto en contacto con ella, bien por carta o por teléfono .Por fin logré su dirección y, otro error, en lugar de ir a verla,  le envié una larga carta con mis disculpas y  mi pésame Pasado bastante tiempo recibí otra suya, muy  breve y fría , dándome las gracias al tiempo que me comunicaba su boda para la primavera, lo que me pareció un cataclismo. Supuse que sería con el engreído que la cortejaba en Málaga.

Irritado, procuré olvidarla, sin intentar hablar con ella, lo que no dejó de ser otra imbecilidad. No volví a verla hasta pasados tres o cuatro años. Fue en Madrid, en un viaje  a casa de mi hermana mayor.  Iba yo por la Gran Vía, camino de la Casa del Libro, como siempre hacia cuando estaba en la capital, y la vi bajar empujando un cochecito con un niño pequeño. Estaba muy cambiada, como si hubieran pasado por ella el doble de años de los realmente transcurridos, aunque seguía bella, con la belleza serena de una mujer a quien el destino hubiera fustigado con crueldad.

-¡Magda!- casi grité

Ella quedó un poco cortada por el imprevisto encuentro.

-¿Cómo te encuentras?- le pregunté

-No estoy mal  ¿Y tú?

– Tirando, como suele decirse. El niño es muy guapo, se parece a ti. 

                                  -Si los pensamientos influyeran en la formación de los cuerpos, se parecería a ti – dijo con una fuerza que me estremeció.

-Te supongo feliz en tu matrimonio y con tu hijo.

-¿Existe la felicidad?- interrogó. Y añadió: Si consiste en estar conforme con lo que tienes y conseguir todos los caprichos materiales que te apetezcan, pues bueno, tal vez. Mi marido, el engreído como tu le calificabas, gana mucho dinero; pero te recuerdo aquello que tu me decías, que el dinero no da la felicidad…

-Pero compensa de no tenerla, como afirmaba Benavente- continué yo.

-Eso es mentira. El dinero podrá anestesiarte, embriagarte como el alcohol, pero no cura el dolor del corazón ni borra la ilusión nunca alcanzada..

-¡Magda!! –exclamé- ¿Qué te pasa?

-Nada. Soy un ser humano más de los muchos insatisfechos.¿Por que no me buscaste?

-Tu carta me desesperó… Creí que no te interesaba ya.

-Lo mismo pensé yo y, además, me sentía sola, abandonada al no tener  noticias tuyas.

                                  -¡Magda!…- no pude seguir y haciendo un tonto esfuerzo, como si no nos hubiera sucedido nada, intenté desviar la conversación:

-Voy a la Casa del Libro, ¿quieres que tomemos algo?

-No, tengo prisa. Me alegro de este encuentro.

Y empujó el cochecito para marcharse. Pero cuando había dado dos o tres pasos, volvió la cara y me llamó:

-Ven, por favor.

-¿Deseas algo?-le pregunté

-Si. Como en la canción de aquellos días, que tanto nos gustaba “bésame como si fuera la última vez.”

-Magda!- dije desconcertado, pero ella cogió mi rostro entre sus manos, me besó apretadamente, casi con furia, e hizo que yo la besara con el mismo temblor apasionado de la primera vez. Luego se volvió y sin mirar atrás, marchó rápida con el niño.

Me quedé con el corazón encogido y triste, muy triste; también me sentí culpable y cobarde, muy cobarde. Este último beso, si no fue una venganza (me resisto a pensarlo) se transformó para mi, sin embargo, en  un dardo envenenado que todavía me hace daño.         

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