2003 1
La luz disminuye a medida que el tiempo pasa, controlado y subrayado por el tic-tac monótono del reloj de pared. Las nubes, situadas en el horizonte- unos bellos cúmulos blancos con aparente suavidad de algodón o de espuma- se van tornando rojizos, con intensidad creciente al descender el sol para ocultarse …
El atardecer, todo atardecer, provoca siempre una suave melancolía. Es como si las sombras que avanzan inexorables y sin pausa nos amenazaran con engullirnos y arrojarnos a un abismo oscuro; como si el mundo real visible se fuera desvaneciendo poco a poco y sus contornos y colorido se diluyeran, convirtiéndose en difusas figuras apenas perceptibles, prontas a desaparecer en la nada. Por algo ocaso significa también acabamiento, decadencia…
Mientras anochece, en esas últimas horas de luz agonizante que, como la vida, como nuestra vida, va extinguiéndose con lentitud, nos invade inquieta sensación desilusionada y temerosa… Ese yo individual, independiente, que cada uno somos, se niega, se resiste a sumergirse o transformarse en una nada inasible, en un vacío sin volumen, sin consistencia ni singularidad. Existe una fuerza dentro de nosotros que se resiste a dejar de ser esta extraña criatura que piensa, sufre, goza, ama…; que se rebela contra esa programación inserta en los genes que nos obliga a crecer, madurar, envejecer y marchar, quién sabe a donde, arrastrados por inevitable cadena o cinta sin fin, como productos de descomunal fábrica de la que nadie puede escapar ni conocer el objetivo .
Mientras anochece, cara al ocaso espléndido, espectacular- un derroche increíble de la Naturaleza en energía e imaginación- a uno le invade inexplicable tristeza, le surgen pensamientos contradictorios y le brotan preguntas para las que no existen respuestas…
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Vivir implica la necesidad de enfrentarse a situaciones, sucesos e influencias, imprevisibles humanamente, aleatorios en consecuencia, que hacen de este hecho que nos acontece una aventura, tanto mas difícil y arriesgada cuanto menos segura sea la sociedad y el entorno físico donde nos desenvolvemos.
Pero existe otro aspecto, otra perspectiva emocionante y atractiva de esa aventura, que no tiene relación alguna con el riesgo ni el peligro: el descubrimiento, la percepción nueva, inédita, del mundo, de las mil diversas formas de vida que lo pueblan, de los otros semejantes… La de sentir cómo bajo el cálido pálpito de cada ser existe también algo incorpóreo, invisible y extraño, alojado quien sabe en qué recóndito escondrijo de la envoltura material: su sensibilidad, sus pensamientos, sus afectos. Puede asegurarse, sin temor a error, que son tantos los caminos para transitar e investigar con curiosidad de científico, tantas las facetas a observar con ojos de artista, tantas las ideas a examinar con paciencia de filósofo, tanta la belleza a contemplar con mirada de enamorado, que el tiempo se nos agotaría tan solo al inicio, impidiéndonos abarcar lo creado o surgido junto a nosotros.
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Siempre me ha intrigado la vaga e inquieta sensación producida por el recuerdo de momentos pretéritos en que nuestra vida, por diversas causas, adquirió una especial intensidad, un clímax emocionante y sugestivo; una sensación entre dolorida y resignada, entre frustración y cansancio, como la que debe embargar a los vencidos en larga contienda. Y me pregunto si es un mecanismo de la psique para aceptar sin inútiles rebeliones lo inevitable, la huida veloz de todo, la fugacidad del tiempo que todo lo deteriora y destruye, la evanescencia de las ilusiones que escapan de la realidad como etéreos fantasmas.
4
Existía en la ciudad una especie de conspiración espontánea, no promovida por nadie en especial, para conseguir que un extraño vagabundo aceptara internarse en un establecimiento benéfico, asegurado el alimento, el vestido, el aseo y el cuido y no, como vivía, expuesto a los caprichos del tiempo, unas veces frío, gélido, otras lluvioso, con ventarrones insoportables y sin mas abrigo donde resguardarse que algún portal o cuartucho húmedo de sucia posada.
- Tienes que recogerte en….
- Tienes que abandonar la calle…
- Tienes que …
Él, generalmente, callaba, inclinaba la cabeza y se marchaba sin responder.
- Debes aceptar la ayuda…
- Debes comportarte como persona normal….
- Debes…
Como siempre, no discutía o se encogía de hombros, despreocupado.
-¿Por qué actúas así?
-¿Por qué eres tan terco?
-¿ Por qué…?
Y esta fue la primera y última vez que contestó:
-Porque así soy libre.
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Hay realidades y evidencias, imposibles de negar ni de justificar como, por ejemplo, la guerra, ese deporte o juego malvado al que el hombre, el único ser inteligente sobre la tierra, se supone, ha dedicado con sin igual constancia sus mayores esfuerzos y sacrificios, de tal manera, que puede decirse y alguien lo ha expresado así, que la historia del mundo es la historia de esa lucha fratricida desde el comienzo de los tiempos.
¿Qué influencia maligna, qué fuerza tenebrosa, qué intereses turbios, qué impulsos irracionales mueven su mano homicida y destructora? ¿ Que virulenta maldad germina dentro de su mente para nublarla, anular la capacidad de raciocinio y retorcer e invertir las ideas, los argumentos y la verdad, con intensidad tan grande como para arriesgar la propia vida si con ello siega la del hermano?
6
Hoy es un día extraño. De mi interior brota con fuerza incontrolable una alegría que invade todo cuanto me rodea y lo hace distinto, lleno de luminosidad, de fuerza, de energía vital. ¿Qué me ocurre? Son ya muchos los años que pesan como bloques de piedra sobre mis espaldas y, sin embargo… Percibo con nitidez juvenil el latido de la vida en derredor, su pálpito cálido que inunda en mundo vario, antagónico, con millones de vidas que solo tienen en común ese extraordinario suceso que implica el hecho de existir, pero que no impiden a cada cual sentirse sujeto singular, definido, situado frente a otros, semejantes o no, que pueblan su entorno
Hoy me siento alegre, no sé por qué. Estoy solo y, no obstante, tengo la sensación de hallarme acompañado por una variopinta multitud, bullendo alrededor, de la que me llegan mensajes para mi indescifrables, pero emotivos y con la mágica virtud de hacerme feliz. Quizá sea a causa de su facultad para ahuyentar la pesada soledad que, en muchas ocasiones, me estremece y sumerge en honda tristeza.
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Las noticias con las que cada día nos bombardean lo medios de comunicación acaban por endurecernos, de tal manera, que sucesos espeluznantes, hechos horribles, matanzas inhumanas, ofrecidas a todo color en los momentos mas hogareños de la comida, nos dejan despreocupados, insensibles… Si acaso apartamos la vista del televisor para evitar el desagradable espectáculo y desviamos la conversación sobre los temas cotidianos que conforman nuestras preocupaciones diarias importantes: lo mal que va el Real Madrid, las fotos escabrosas de cualquier modelo vendidas a precio de oro, los amores y desamores de las profesionales del escándalo y del sexo de lujo, lo fácilmente que cambian de ideología algunos hombres públicos, según las posibilidades de alcanzar poder y… algo más .
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A veces nos invade una especie de modorra intelectual y, durante algún tiempo, permanecemos como sumidos en un letargo, en extraña hibernación, sin que se nos ocurra nada mas que vegetar en silencio y en la comodidad de una inactividad anodina y perezosa. Hasta que algo nos sacude y despierta, invitándonos a vivir la realidad, el acontecer de cada día, libres de nieblas y sombras. Es lo que me ha sucedido cuando, amables, me han invitado a colaborar en un proyecto literario de la “tercera edad”. Y lo primero que se me ocurre es que no me gusta nada eso de “tercera edad”; los eufemismos para ocultar un hecho me han parecido siempre una cobardía. Uno tiene la edad que ha vivido, corta o larga, aprovechada o perdida. A veces es breve pero enorme en contenidos; otras, larga pero vacía, sin sustancia. Su longitud es siempre relativa.
Definitivamente, no me gusta la expresión. Igual podría decirse, con más acierto y justeza, “edad sabia”, como consecuencia de las experiencias acumuladas a lo largo de los años, de lo vivido; pues vivir consiste en eso, en guardar dentro de la memoria todo lo acontecido y todo cuanto por habernos afectado de forma especial ha dejado huella en el alma.
Situada así la cuestión, me parece atrevido, por mi parte, tratar decirles algo que ya no sepan y, menos aún, aconsejarles cuando son ellos los que pueden dar consejo. Así es que, con sinceridad, me siento perplejo y sin saber que decir. Quizá lo mejor sea comentar algún acontecimiento, en cuya interpretación sin duda coincidiremos. Por ejemplo, puede ser la tan manida manipulación que los políticos suelen hacer, en épocas electorales, de las pensiones, tratando de llevar al huerto a los mayores, sin pensar que toda pensión es el ahorro acumulado tras muchos años de trabajo y esfuerzo y nadie está legitimado para jugar con ella sembrando inquietudes y temores. Las pensiones son salarios diferidos que nadie puede suprimir ni mermar. Aunque de hecho si que se suele disminuir a través de esa mano falaz e invisible -la inflación-, que hurta poco a poco capacidad adquisitiva. Contra ella si debemos estar siempre avisados, razón por la cual debemos apoyar a los buenos administradores y no a los demagogos de palabras fáciles. La historia., hasta ahora, ha estado llena de conquistadores y salvadores que solo sembraron desolación; en adelante, si la tendencia no se tuerce, los triunfos serán siempre para los que promuevan el bienestar, el crecimiento y distribución equitativa de la riqueza, la conservación de la naturaleza, la convivencia en paz…
Ya en un nuevo siglo, en un nuevo milenio, circunstancia privilegiada que hemos tenido la suerte de presenciar, todos debemos contribuir a mejorar nuestra vida personal y el entorno físico y social donde nos desarrollamos, cediendo, si preciso fuera, privilegios y situaciones ventajosas. Nos jugamos mucho futuro si no somos capaces de ser liberales, desprendidos, conscientes de que no somos los únicos seres de la creación, si no nos damos cuenta de que la vida se fundamenta en un exquisito equilibrio que de romperse, provocará la destrucción colectiva. Todos estamos hechos de la misma materia, todos tenemos algo de polvo de estrellas y materia orgánica surgida al comienzo de los tiempos… Todos somos hermanos, como proclamaba el pobrecito de Asís. Igual que él, todos debemos albergar en nuestro corazón un gran deseo: Paz y bien.
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Confieso que siento una desmedida pasión por los libros. A semejanza de la seducción que nos produce la desconocida belleza transeúnte, espigada, de armoniosas curvas, que nos incita a mirarla, a seguirla a veces, atraídos por el magnetismo encantador que emana de su cuerpo cimbreante, como flor agitada por el viento en la dulce espera de transformarse en fruto, igual me ocurre cuando paso por los escaparates de una librería: un invencible impulso me obliga a pararme y mirar con codicia, enteramente fascinado, las cubiertas hábilmente diseñadas de los libros expuestos, los títulos sugerentes que invitan, como el espejo de Alicia, a traspasarlos y entrar en los mundos desconocidos que cada uno ofrece. Y, en efecto, un libro es siempre, por muchas imperfecciones que posea, un mundo nuevo, distinto, en el que podemos descubrir mil aspectos de la vida que nos pasaron inadvertidos, extrañas aventuras jamás imaginadas, visiones sorprendentes del universo, de las cosas, de cuanto se halla en derredor, experiencias insospechadas, envidiables sabidurías en todos los campos que, en cierta forma, ponen de relieve nuestra extensa ignorancia…
Pero, además, hemos de resaltar una verdad incuestionable: el libro es a la sociedad como la memoria al hombre. Una criatura sin memoria, aunque sólo sea la inscrita en sus células como programa biológico, se transformaría en simple cosa; una sociedad sin el recuerdo de todas sus experiencias y descubrimientos, sin la posibilidad de archivar y retener los hechos y vivencias protagonizados, sería una simple manada instintiva Porque en el libro se encuentra el resultado, con sus claroscuros, de la vida del hombre; esa vida consciente que comienza con la mágica y primigenia percepción del mundo, cuando un día lejano, al comienzo de los tiempos, por vez primera, sorprendido, con la visión nueva que otorga una recién estrenada y balbuciente inteligencia, un extraño y primitivo ser humano se pregunta qué cosas son aquéllas que contemplan sus ojos: el bosque, envuelto en el vaho desprendido por la tierra húmeda al amanecer, el sol que se levanta en el horizonte entre celajes, el piar de las aves que se desperezan en sus nidos, la caricia suave del viento sobre su piel estremecida… Y se siente, también por primera vez, un ser distinto, singular, en cuyo alrededor bullen otros que no son él. Su mente, torpe y aún virgen de ideas, inicia una actividad aún inacabada: la de inquirir, la de intentar hallar respuestas para comprender…
Pues bien, todo ese continuo interrogar e interrogarse, todo ese esfuerzo prometeico por alcanzar el fuego sagrado del saber, la luz que despeje todas las tinieblas que envuelven el destino del hombre, que ilumine y esclarezca todos los misterios de la vida y de este universo que se nos muestra tan inmenso, tan bello y tan terrible, tan delicado y tan cruel, en interminable antítesis; lo poco o mucho conseguido tras múltiples ensayos, fracasos y aciertos, está recogido en los libros. Sin ellos estaríamos siempre empezando, siempre ignorantes, siempre cayendo en los mismos errores, sin adelantar siquiera un paso en el largo e interminable camino del conocimiento…
Como memoria y crónica, el libro también guarda un inmenso arsenal de experiencias y vivencias personales, intimas, nacidas de la sensibilidad e inteligencia de los autores. Sus páginas nos aumentan el caudal de saberes con las explicaciones del científico; nos hacen pensar con la exposición del filósofo; nos recuerdan, con el historiador, el pasado y los errores cometidos; nos enseñan a ser mejores con el moralista; nos emocionan con los versos del poeta y nos transportan a mundos desconocidos, a aventuras sorprendentes con el escritor… Todo está en los libros. Nada representaría el hombre en el mundo sin la existencia del libro.
Existe otro aspecto emocionante e insustituible en ellos: el de poder establecer contacto directo, sin intermediarios, a cualquier hora y en todo lugar, con las mentes más claras que han existido, sin exigencias de tiempo ni de espacio. Basta con abrir el libro y escucharemos las bellas palabras de Platón, dirigidas a sus alumnos mientras pasean por la Academia, y nos emocionará Séneca con su consolación a Helvia, como si nos hallásemos, con él, desterrados en Córcega; y Cervantes, en la prisión sevillana, nos narrará los primeros capítulos de su ingenioso hidalgo; y, así. a nuestro gusto y placer, nos encontraremos con Shakespeare, interpretando “El sueño de una noche de verano”, con Santa Teresa, por los tórridos caminos castellanos, comentando sus fundaciones, con Einstein, tratando de explicarnos sus complicadas teorías sobre la relatividad… No existe gozo como escuchar a tanto maestro, a tantos genios, hablándonos en silencio, quedos, sólo a nosotros, todas las veces que lo deseemos, sin otro esfuerzo que pasear la mirada por las páginas de un buen libro.
Espero que las nuevas tecnologías no nos los arrebaten. Hoy, pese a los diversos medios de grabación y reproducción utilizados para la comunicación, se editan más libros que nunca. Libros científicos, especializados, con destino a los ya iniciados; libros-objeto, de lujosa encuadernación y carísimas ilustraciones, para lucimiento en las estanterías de noble madera de cualquier despacho de político o nuevo rico, y libros modestos, de áspero papel y pobre impresión, con rústicas cubiertas, como sayal franciscano, que llegan a todos los hogares con su preciosa carga para ayudarnos en esa aventura personal, nunca acabada, que es cultivarnos, adquirir cultura…
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En ese estúpido devenir arrastrado por las circunstancias y exigencias del momento –que casi siempre resultan insustanciales, hueras-, uno olvida decir lo más importante, lo más trascendente o deja de hacer – y esto es más grave aún- lo que después, perdida esa oportunidad, estará fuera de lugar o será imposible. Todo hecho tiene un instante preciso, concreto, casi mágico, para materializarse; una vez pasado nunca más podrá repetirse de igual manera y con la misma intensidad y emoción.
Y ocurre que, al cabo del tiempo, cuando ni el recuerdo parecía quedar, de repente vuelve a la memoria aquello que pudo haber sido, las palabras que dejaron de pronunciarse, para hacernos descubrir la estupidez cometida. Entonces, como sucede ahora, en esta lejanía temporal ya insalvable -¿es posible un retorno al ayer, un nuevo comienzo?- se comprende el error… Dejé de decirte tantas cosas cuando la ocasión permitía una comunicación abierta, amplia, sincera; dejé de expresarte tantos deseos, ilusiones y sentimientos; dejé de hablarte de tantos proyectos y sueños de vida que te incluían como parte irrenunciable… Dejé -¿o quizá fue cobardía?- de actuar de manera decidida, sin titubeos, provocando la pérdida de cuanto ofrecías en aquel instante único, como fruto maduro, espléndido, incondicional, temblorosamente rendido, mas por tu capacidad afectiva que por méritos de quien jamás estuvo a tu altura. Y hoy lo comprendo y me duele, con dolor psíquico, mas insoportable que el corporal, por haber dejado escapar la ocasión que hubiera podido cambiar el rumbo de una vida anodina, sin interés, que no dejará otra huella que la de su vulgaridad.
11 BONY TIN
De mediana estatura, rechoncho, cara redonda y ojos miopes, muy pequeños vistos a través de los gruesos cristales de las gafas, era asiduo del bar de Rafael. Había sido maquinista del metro, en Barcelona, a donde emigró, como tantos andaluces, allá por los años sesenta. Jubilado hacía un par de años, la tierra tiraba de él y pasaba aquí largas temporadas en casa de una hija. Como buen trabajador, no se acomodaba a la molicie, a la inactividad e inventaba quehaceres en los que ocupar el tiempo. Así, en unos terrenos del yerno, junto al río, había montado una pequeña granja en la que criaba gallinas, pavos y conejos. Si bien el rendimiento económico no era gran cosa, le permitía, no obstante, satisfacer sus pequeños vicios: tabaco y unas copas al mediodía o por la noche con los amigos. Y, naturalmente, adquirir regalitos para los nietos.
En el bar, a fuerza de coincidir allí y por la común amistad con el dueño, Rafael, surgió espontánea una informal reunión o tertulia. En ella, entre copa y copa, se hablaba de todo, fútbol y política incluidos, como es lógico.
Uno de los asiduos a la reunión era el padre de Carmencita. La niña tendría, por aquel tiempo, cinco o seis espléndidos años y, haciendo honor a la psicología propia de la edad, era inquieta, curiosa e insaciable en sus deseos y caprichos. Todo le apetecía y todo le gustaba.
Muchas veces Carmencita acompañaba a su padre y así fue como trabó amistad con el abuelo. Este le contaba historias, la invitaba a chucherías y la obsequiaba con caramelos. Un día le dijo que fuera a la granja para ver los animalitos que criaba. La invitación no la echó Carmencita en saco roto e impaciente, rogaba y rogaba al padre para que la llevara. Por fin, un sábado, presionado por la pequeña, la subió en el “Seiscientos” y la llevó hasta la granja del abuelo.
Pasmada ante los animalitos, no ocultó su terror cuando, al acercarse a las aves, éstas agitaron sus alas con estrépito y cacarearon casi histéricas. La niña pasó unas horas inolvidables, aunque protegiéndose detrás del padre. Cuando ya se despedían, el abuelo cogió de una jaula un pequeño conejito blanco, muy blanco y se lo entregó a la pequeña.
- Toma, para ti – le dijo
Nerviosa y sorprendida trató de sujetarlo entre sus brazos, pero el animalito se resistía moviéndose agitadamente, para escapar. Entonces, el abuelo, le ató las patitas con una pequeña cuerda para que fuese más fácil dominarlo.
Este obsequio causó no pocos trastornos en casa de la niña. El conejito acabó por acostumbrarse al trato de Carmencita y de la familia, que le ofrecían jugosos alimentos, acompañados de caricias. Y así creció y se hizo adulto, con una vida cómoda y regalada. Pero la verdad es que nunca se acomodó a la jaula, en forma de casita, que le habían construido. Por muy bien que cerraran la puerta, cada mañana el conejito aparecía en los sitios más insólitos: encima de la brillante mesa de cristal del. salón, en el cuarto de baño, en algún armario y hasta en la propia cama de la niña, mirándola fijamente. Estas acciones obligaron a tomar medidas serias para impedir las andanzas de Bony Tin –americanizado nombre con que ella le había bautizado- y, pese a las protestas de la niña, fue encerrado en una jaula de alambre más segura.
Pasado un tiempo, el conejito se transformó, como ya se ha dicho, en un hermoso ejemplar, de pelo blanquísimo, nervioso y ágil, pese a su reclusión. La pequeña, con precaución, introducía la mano en la jaula y lo acariciaba, mientras él olisqueaba y devoraba la comida. Un día en que ella tenía entreabierta la puerta Bony, de un salto, escapó y con rapidez se escondió bajo los muebles. A los gritos de Carmencita acudió la madre y los hermanos, que buscaron durante largas horas al conejo sin conseguir encontrarlo. La niña lloró y lloró, llamándolo incansable, hasta que, bien entrada la noche, rendida, quedó dormida en brazos de la madre. Durante varios días buscaron y buscaron por todos los rincones de la casa sin resultado. ¿Dónde estaría?
Bony Tin, apenas se encontró fuera de la prisión, corrió por la vivienda buscando un lugar en el que esconderse. Y ninguno mejor que el propio sofá del salón, en el que se introdujo por un agujero de la parte inferior. Allí, quieto, casi sin respirar, aguantando las sacudidas del mueble al moverlo, cuando inútilmente lo buscaban, permaneció hasta que todo el barullo acabó. Mas tarde, con cuidado, descendió. Por la oscuridad reinante supo que era de noche. Vagabundeó por la casa y después, desde una ventana entreabierta, observó la calle desierta, levemente iluminada. Sin dudarlo mucho saltó a la acera y corrió presuroso junto a la pared, eludiendo ser visto. Y caminando, caminando, se encontró lejos del centro y, después, en las afueras. La oscuridad de la noche le obligó a resguardarse en un vallado, oprimiéndose contra la tierra, a la espera de la claridad del amanecer. La emoción de sus acciones y el cansancio de la larga caminata, hicieron que los ojos se le cerraran y se durmiera profundamente.
Un tractor trepidante, con las horrísonas explosiones de su cascado motor, que no atenuaba el deteriorado escape, lo despertó asustado. El horrible monstruo de hierro y chapa casi lo aplasta. Huyó despavorido entre los olivos, cuyas hojas el sol, desperezándose en el horizonte, hacía brillar como plata recién bruñida.
Varios días vagó por cerros, sembrados y veredas. Probó y gustó la hierba tierna y húmeda de la mañana; saboreó las aguas frescas y limpias de los arroyuelos y se estremeció de satisfacción al contacto del aire incontaminado del campo y al sentir sobre su piel las cálidas caricias de un sol primaveral. Y subiendo, bajando, por aquí y por allá, sin intención ni programa concreto y cierto, llegó, sin proponérselo ni saberlo, a la sierra. La primera impresión fue de estupor, al contemplar la enorme mole que se elevaba, imponente, hacia el cielo, cubierta de verdes matorrales y encinas; le invadió, entonces, una gran alegría con el convencimiento de que allí podía vivir seguro y libre. No tardó, sin embargo, en darse cuenta de que las cosas de este mundo no son tan sencillas ni fáciles. Apenas adentrado en la densa y olorosa vegetación, estuvo a punto de ser atrapado por un horrible perro salvaje, de ojos siniestros, del que pudo librarse, gracias al aviso de un viejo conejo y a su inverosímil agilidad, que le permitió efectuar un rápido salto hasta una peña elevada
– Baja de ahí, torpe- volvió a gritarle el otro-, si no quiere ser agujereado.
Y, efectivamente, no mas lanzarse al vacío, por el lado de donde salió el aviso, una explosión, seguida de una ráfaga invisible de no sabía qué cosas, hizo que de la peña saltaran cascote y polvo en todas direcciones.
-¿Qué ha sido eso?- preguntó
– Un disparo del furtivo.
… … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … …
Bony Tin se integró plenamente en la comunidad de conejos de la sierra. De viva inteligencia y espíritu decidido, pronto aprendió los trucos para esquivar a los cazadores, a eludir el acoso de otros animales depredadores, como perros salvajes, comadrejas, galgos, serpientes, aves de rapiña… La vida a cielo abierto, en continuo ejercicio, le hizo mas fuerte aún y ligero. La blancura del pelo le distinguía de los demás conejos, todos parduscos, e incluso le otorgaba una especial categoría que al principio causó cierto recelo. Mas la vivacidad, la valentía de que hacía gala, el compañerismo, el afecto que demostraba y el hecho de haber convivido con los animales erguidos llamados hombres, acabaron por hacer de él un líder aceptado. Tenía una astucia envidiable para engañar y envolver a cualquier enemigo, de la especie que fuera, y eso lo convertía en un ser valioso y en un guía o conductor de confianza, que siempre era capaz de improvisar soluciones con una celeridad y eficacia asombrosas.
Dos épocas bien determinada y conocidas existían para el mundo conejil: la veda, con sus deliciosos días de libertad absoluta, sin temor al depredador más peligroso, el hombre
y la de caza, tiempo azaroso en el que la vista, el oído y el olfato tenían que trabajar a pleno rendimiento. En la primera, las relaciones entre parejas alternaban con el gozo de la espléndida naturaleza. Las excursiones para probar los variados alimentos que crecían espontáneos, aprendiendo a distinguir los buenos de los dañinos, constituían tarea habitual, ejecutada sin apenas riesgo. Por el contrario, en el periodo de caza, salir de la madriguera podía implicar temeraria decisión, justificada sólo por la necesidad de alimentarse o por afán deportivo.
Conviene resaltar, rebatiendo cualquier opinión contraria, que el conejo, cuando joven, siente una especial atracción por el riesgo que implica el deporte. Así, ensaya y realiza el salto, la carrera, la espeleología y muchas otras actividades; pero la más espectacular y peligrosa practica deportiva, la constituye la que ellos llaman “quiebro al cazador”. Consiste, nada más y nada menos, que en provocar al cazador, buscándole y ofreciéndose como pieza fácil; y cuando éste apunta con su caña detonadora, estirando sus bien ejercitados músculos, saltar en la dirección más imprevisible, resguardándose de inmediato para evitar los plomos mortales. Esta acción dura apenas segundos, con una velocidad de vértigo, y menos aún la desaparición en cualquier agujero de los muchos conocidos, para burlar a los perros. Tanta habilidad adquieren algunos en este singular deporte, que incluso repiten la proeza dos o tres veces seguidas, irritando al depredador defraudado.
Bony Tin, como en todo, destacó pronto en estas gestas deportivas, ganando la admiración de sus compañeros y una fama y prestigio crecientes entre los cazadores, que jamás habían visto cosa igual, pues era fácilmente reconocible por su atrevido desparpajo y, sobre todo, por su aspecto, bien distinto al habitual en aquellos lugares. Así se estableció, también entre los hombres, un cierto afán competitivo para darle caza.
Todas las criaturas que pueblan la sierra son conscientes y aceptan la lucha por la supervivencia. No ven crueldad en la conducta de otros animales, incluido el hombre, que matan; lo que no admiten es la ruptura de una ley, tan vieja como la vida, como matar por matar, sin que la necesidad o la utilidad a obtener obliguen a ello; tampoco la transgresión de normas para protección de las especies, como la convencional de la veda, admiten disculpas.
Sin embargo, algunos hombres, de conducta vituperable, con frecuencia esquivan el cumplimiento de tales normas, sorprendiendo a los animalitos, confiados en la prohibición: son los furtivos, seres insociables y egoístas, a quienes todos acaban por despreciar y aislar. De ellos han de huir porque, además, suelen utilizar para sus fines, medios e instrumentos que ningún buen cazador aceptaría, como trampas y artificios engañosos, que impiden a los animales defenderse de manera adecuada.
En época de veda, por la zona de la sierra donde habitaba Bony Tin, solía aparece con excesiva frecuencia, uno de estos furtivos, odiado por los conejos a causa de sus marrulleras trampas, por sus asechanzas crueles y por violar con reiteración las reglas establecidas. Bony Tin que, como se ha dicho, había alcanzado el liderazgo indiscutido de la comunidad, para castigar a aquel hombre sin principios ni moral, ideó un plan que expuso en la asamblea de los sábados. Con la discrepancia de algunos recelosos, que no habían asumido aún su rápido encumbramiento, ni su éxito con las graciosas conejitas en flor, atraídas por la blancura de su pelo, agilidad de su cuerpo y valentía de ánimo, todos aceptaron la propuesta, con objeto de dar un cumplido y ejemplar escarmiento al taimado quebrantador de leyes y costumbres
Durante unos días todo el mundo trabajó de manera febril, sin apenas descansar. Una enorme peña fue desprendida mediante el procedimiento de socavar sus apoyos en tierra; ella sola, al impulso de su propio peso, rodó dejando al descubierto un profundo agujero de poco mas o menos un metro de diámetro., oculto bajo la mole de piedra quizá durante siglos; agujero que, sin embargo, los conejos conocían por sus excursiones subterráneas. Después procedieron a cubrir el hoyo con ramas y hojarascas, de forma que el más avispado era incapaz de adivinar lo que se ocultaba bajo aquella tupida alfombra.
Y llegó el día decisivo. Un viejo conejo que vigilaba, dio el aviso. El furtivo, con su ropa de camuflaje, caminando despacito entre matorrales, se acercaba. Bony Tin, entonces, subió hasta un erguido peñasco y allí, con aire distraído, olisqueó el aire, quieto como una escultura, ofreciendo un blanco perfecto. El furtivo, un tanto nervioso al ver tan codiciada presa a su alcance, apoyó en el hombre la escopeta, apuntó … y no había recorrido la mitad del trayecto el gatillo, cuando el conejo se dejo caer por detrás, sin que al disparo lograra ni rozarle . Malhumorado, el furtivo continuó su caminata. Pero, de pronto, apenas a unos diez pasos, Bony Tin se planto frente a él, apoyado en sus dos patas, mientras con las manos se rascaba el hociquillo y le miraba burlón. Nuevamente, despacio, para no asustar al animal, el hombre se llevó la escopeta hasta el hombro, apuntó y… Con un salto de acróbata, salió Bony Tin volando hacia detrás de unas rocas próximas, muy cercanas al agujero que tenían cubierto.
La irritación del furtivo creció hasta la desesperación. Ya sin preocuparse de espantar a la pieza, corrió hacia el lugar donde se suponía estaba escondido el conejo. Nadie. Miró en derredor y vio al final de un pequeño sendero cubierto de hojarascas al causante de los malos tragos que estaba pasando. Sin afinar puntería disparó y, aunque el conejo hizo un extraño movimiento, quedó tendido en el suelo. Gozoso con su conquista, el furtivo corrió hacia la presa y ya estaba a punto de cogerlo cuando, súbitamente, el suelo se hundió bajo sus pies y cayó rodando hasta una oscura profundidad, que le pareció la del infierno. Magullado, se incorporó y miró hacia arriba y lanzó un grito que bien podía ser tanto de sorpresa como de terror: por toda la redonda abertura del agujero, iluminada por un brillante sol de primavera, asomaban las cabecitas de cien, doscientos,… de todos los conejos del mundo, a su parecer, que le observaban entre curiosos y divertidos; destacaba, como siempre, el maldito conejo blanco, que le miraba burlón. El hombre hizo el gesto de coger su arma, pero no la encontró; mas, al mirar nuevamente hacia arriba, vio con terror como asomaba el cañón por la abertura, mientras Bony Tin investigaba, con toda seguridad, el modo de funcionar del artefacto…
– ¡Socorro! ¡Socorro! – gritó el infeliz.- ¡Socorro! ¡Socorro!
En un movimiento brusco, resbaló, perdió el equilibrio, dio contra la pared y quedó inconsciente.
… … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … …
Cuando despertó el hombre estaba en el hospital. Unos excursionistas habían oído los gritos y, después de algún tiempo buscando, lo encontraron y sacaron de la trampa. Cuando, nervioso por el recuerdo, contó lo que le había sucedido, nadie dio crédito a sus palabras. Todos pensaban que eran efecto del golpe.
La exitosa aventura fue el pasmó de toda la comunidad. Bony Tin se erigió en el indiscutible jefe durante mucho, mucho tiempo. No obstante, los que presenciaron los hechos, tenían todos un cierto resquemor, un recelo inexplicable… Era una incomoda sensación que no lograban desterrar, cuya causa no tenían muy clara, aunque estaba relacionada, eso sí, con aquel día de la Gran Venganza. Si Bony Tin hubiera acertado con el modo de utilizar el arma del hombre, ¿lo habría matado? Esta duda corroía la mente de los más sensatos y maduros. Porque, de hacerlo, se habría convertido, también, en un violador de la ley. Poco a poco se fue formando una atmósfera hostil que creció y creció hasta obligar al conejo a presentar la dimisión. Poco después de la pérdida de confianza de la asamblea, Bony Tin desapareció, sin que nadie supiera, jamás, su destino.
El comentario unánime fue: “Tenía los vicios adquiridos por la convivencia con el hombre. Estaba contaminado.”
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¿Se pierde o agota con el tiempo la capacidad de soñar? En su transcurso uno puede quedar sin un miembro y seguir viviendo, pese al feo muñón que denuncia su falta y la disminución de nuestras posibilidades físicas; podemos quebrar en salud y con dolores y fatigas vivir en felicidad; quedar ciegos y, sin embargo, protagonizar una existencia luminosa; carecer de bienes, estar sumidos en la pobreza y disfrutar y gozar con sólo sentir la caricia del sol en un frio día de invierno, la fresca brisa en el caluroso estío… Pero nos suprimen la capacidad de soñar, de esperar un mundo y una vida distintos, a nuestra medida, en los que nuestros deseos, la más veces ingenuos y modestos, nuestros amores imposibles, nuestras aventuras imaginarias puedan llegar a realizarse y, entonces, la existencia nuestra se transforma en algo seco, desabrido, insufrible, como si fuera castigo de un dios despiadado
¡Oh, Señor, para que ese levísimo y fugaz espacio temporal que es el paso humano por este mundo no nos parezca interminable, concédenos, misericordioso, la gracia de no perder nuestra facultad de soñar!
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¿Se pierde o agota con el tiempo la capacidad de amar? En el camino de la vida uno va dejando ilusiones, esperanzas, trabajos, satisfacciones, ideas, cual si fueran desechos o como quien se despoja poco a poco de las diversas prendas que forman su modesto atuendo, hasta quedar desnudo de todo cuanto supuso el quehacer y soñar que realmente constituye la persona. Porque, en definitiva, somos eso, un continuo quehacer a la búsqueda de ilusiones, del que solo va quedando el recuerdo, porque cuanto motivó el esfuerzo es ya algo superado, cuando no inservible, y debemos desprendernos de él como de un peso muerto y arrojarlo para que no estorbe. Y observamos, doloridos, como van quedando atrás personas conocidas, amigos, familiares íntimos que nos acompañaron en los malos y buenos momentos; y nos hiere con dolor agudo comprobar cómo el fuego que encendió un día nuestro corazón con dulcísima llama, que parecía inagotable, ahora se va apagando inexorablemente; y observamos, alrededor, cómo nos amenazan ambiciones y egoísmos que no provocamos, luchas que no entendemos ni en las que participamos, guerras que nos sobrecogen y para las que nada hicimos…Se tiene , entonces, la sensación ácida y amarga de que la vida es una penosa pesadilla de la que no podemos despertar, por más que nos esforcemos…
¡Oh, Señor, para que los últimos momentos de nuestras pobres vidas no sean como un desierto, sin agua donde refrescar la garganta, roja por el llanto, y nos encontremos sin compañía que evite la inmensa soledad última, concédenos que nunca nuestro corazón pierda la capacidad de amar!
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¿Existe la felicidad? Si consiste en la satisfacción por la posesión de algo, tendríamos que verla en quienes dedican todos sus esfuerzos a la acumulación de bienes, pues caben en ellos todos los objetos o cosas que pueden ser poseídos. Ocurre, sin embargo, que esa satisfacción – lo que en principio hemos considerado como felicidad- jamás está completa, pues nunca el sujeto se encuentra lo suficientemente satisfecho con lo conseguido. Para el ambicioso de riqueza, ésta jamás alcanza un límite óptimo, siempre habrá un espacio vacío, que se agranda y agranda, sin posibilidad de llenarlo, para su desesperación.
Si consideramos que la felicidad puede ser el conocimiento, el saber la verdad o realidad de las cosas, nos encontramos que es tan vario, tan diverso este mundo, que jamás llegaremos, dada la limitación de nuestra vida, a comprenderlo en toda su extensión y profundidad
Si pensamos que la felicidad puede encontrarse en la belleza, bien poseyéndola como objeto, bien siendo el propio sujeto de ese conjunto de armonía que causa atracción y admiración, el malvado tiempo se encarga de frustrarla: la rosa espléndida que nos atrae, acaba perdiendo su vivo color y deshojándose; el cuerpo elástico, suave, de líneas delicadas, pierde su tersura, la piel se aja, se arruga; la esbeltez se dobla y encorva y la voz cristalina termina por convertirse en notas desafinadas y roncas…
Así podríamos seguir, de forma indefinida, enumerando cosas y situaciones como el poder, la fama, el éxito… Pero todo cuanto de deseable hay en este mundo y que pudiéramos creer que otorga la felicidad, tiene un final que ya fue previamente dispuesto, no sabemos si por Dios o por un ser demoníaco que desterró la felicidad completa para el hombre… ¿O quizá fue el propio hombre que, a semejanza de Prometeo, robó el fuego sagrado del paraíso -la inteligencia- y fue castigado por ello con una perenne insatisfacción?
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Las diversas formas de vida del mundo parecen ideadas por el utilitarismo de cualquier burgués ramplón, aún cuando la decoración la haya realizado un artista inimitable. A modo de ejemplo, basta con fijarse en el reino vegetal. Son miles de variedades las que lo forman y bellísimas las flores que de ellas surgen, distintas en su aspectos, diversas y múltiples en sus coloridos y olores. Y, sin embargo, el fin de tanta belleza y de tanto aroma no es otro que la reproducción, la continuidad. Igual ocurre en los demás seres: unas veces es la figura la que atrae, otras la fuerza, otras la valentía, pero todas persiguen el mismo objetivo.
En los seres humanos la belleza de la persona., su forma física, se complementa con otro sentimiento que el hombre ha elevado, gracias a su capacidad imaginativa, a una categoría más excelsa: el amor. Esta especial sensación, atractiva, dulce, incomparable, es como una luz celestial que ilumina al ser amado, haciéndolo distinto y único, sin parangón con otros semejantes y sin el que, creemos, no es posible la felicidad. Pero ocurre, también, que ese amor único, junto con los demás estremecidos aderezos que implica, no deja de ser otra cosa que una sutil trampa donde caemos hechizados para que el hombre siga existiendo, si otros actos humanos –la guerra, la destrucción- no lo impiden . En resumen, todo lo creado, sigue una ley utilitaria ineludible. Nada bello existe para su misma belleza, lo que no deja de ser triste, desconsolador e incomprensible.
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Cuando ahondamos en el funcionamiento de la vida, tan varia, en nuestro mundo, comprobamos que toda ella está regida por un principio de economía. Las formas son numerosas, pero todas están sometida a un proceso idéntico: la energía contenida en la materia que forma a todos los seres, sirve a su vez para el mantenimiento de otras. Más claro aún: el ciclo vital de cualquier criatura se alimenta de los despojos de otras. De esta manera la materia cambia continuamente de forma, transformándose, pero no desparece ni aumenta: es el conocido y elemental principio de conservación estudiado en física.
Y llegados este punto, uno comprendería que todo ocurra así cuando no existiera materia o energía, viene a ser lo mismo, para conseguir que la vida, nuestra vida, no se extinga por necesidades de funcionamiento de esta máquina -¿infernal? ¿divina?- de todo lo viviente. Pero es que si levantamos los ojos hacia el cielo y nos fijamos en la multitud de estrellas, galaxias, materia, en suma, que constituye el universo, y que se queman sin ningún fin ni utilidad aparentes, no podemos menos que preguntarnos por tal derroche en el espacio infinito y tanta tacañería en este mínimo mundo donde gozamos y padecemos con este hecho insólito y extraño que es vivir.
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Quien disponga cómo y cuando los sucesos de este mundo van a acontecer, parece no tenernos mucho afecto o no utiliza un procedimiento aleatorio correcto para los desagradables, pues basta que algo se tuerza a mal para que como una avalancha, en sucesión interminable, nos anonaden cuantos males, desgracias y dolores somos capaces de soportar Contrariamente, cuando el acontecimiento que vivimos nos hace felices, y gozamos con él, y nos reconcilia con el mundo, y nos hace sentirnos dulcemente satisfechos, acorta su duración de forma tal que el instante se convierte en fugaz partícula de tiempo, ida o quemada apenas llegó.
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A una rosa
¿Me quieres decir para qué eres tan bonita? ¿Me quieres explicar para qué ese olor tan delicado se desprende de tus hojas de rojo intenso? ¿Me quieres aclarar las causas de tanta belleza, de tanta elegancia sobre esas ramas de espinas?
Te miro, tan atractiva y tan frágil, balanceándote, como en una danza, al soplo del viento, que tiene miedo hasta de rozarte y por eso discurre suave, sin violencia, para no estropear ninguno de tus pétalos o destruir el encanto que desprendes con tu graciosa esbeltez.
Prendida del pecho de una mujer, o de su pelo, o llevada en un ramo entre sus manos, tienes la virtud de embellecerla, de prestarle algo de tu magia, de tu perfume que embriaga de felicidad al enamorado que la contempla.
Situada al pie de la fotografía de la amada, o sobre la mesa, al pie de la efigie de la Virgen, o de un Cristo sangrante, junto a sus pies horadados por el odio, eres como el símbolo del amor que todo lo llena, todo lo perdona y todo lo ilumina con su hermosura.
¡No me digas, por favor, bellísima rosa, que toda tu vistosidad incomparable, toda tu hermosura, junto con el perfume que desprendes., es señuelo para el fin práctico de perpetuación como ser vivo! Dime, sólo, que tu fin es adornar mi vida miserable, hacerme soñar, ahuyentar mi tristeza, disimular mi maloliente suciedad de vagabundo olvidado y despreciado.
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Estaba en la estación aguardando a un familiar, que al final no llegó. Observaba inquisitivo a cuantos bajaban del expreso, y como no conseguía encontrarlo, recorrido todo el anden, en un intento de mirar el interior de los vagones, por si anduviera despistado, tropecé con un rostro bellísimo de mujer que me miraba curiosa. Durante unos segundos, casi una eternidad, nuestros ojos- negrísimos y brillantes los suyos, -quedaron fijos, sosteniendo la mirada, Al final ella los bajó., no se si ruborizada, mientras yo quedaba como hechizado. Se puso en marcha el tren y apenas pude seguirla unos breves instantes, fijándome en su rostro, de serena belleza, pero con un cierto rictus de tristeza, con una apenas esbozada sonrisa, tan enigmática como la de la Gioconda,
Desde aquel día persisten en mi memoria su mirada y su sonrisa. Muchas veces me he preguntado por qué no subí al tren y traté de conocerla., pues tengo la certeza de que era la mujer de mi vida. Esa mujer ideal que soñamos y que casi nunca conseguimos. ¡Que torpe fue mi reacción! Nunca me reprocharé bastante haber perdido la ocasión En la vida nos cruzamos con seres, o se nos presentan opciones que, al no haberlas elegido, cambiaron el rumbo de nuestra personal existencia. ¡Salvo que esta triste y desabrida sensación ante una posibilidad perdida se produzca siempre porque la felicidad, realmente, es un vago fantasma evanescente que nunca podemos asir!
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El beso de la paz
Ocurrió cuando, como consecuencia del Concilio Vaticano II, se cambió la liturgia de la misa, haciendo el misterio Eucarístico más asequible al pueblo. Yo, sin duda por una cierta claustrofobia, siempre me sitúo cerca de la entrada de la Iglesia donde asisto a la misa. En esta ocasión fue el Convento de padres franciscanos, cuya cancela se encuentra en penumbra., que acrecentaba aquel día oscuro de invierno. Cuando llegó el momento de darnos la paz, se dirigió hacia mí una figura enlutada, surgida de un rincón apartado donde había pasado desapercibida y como un aleteo de paloma., posó sus labios sobre mis mejillas. Mi sorpresa fue grande, pues en principio estábamos acostumbrados a darnos la mano. Apenas pude vislumbrar su rostro, joven, serio, casi tapado por un velo negro (que ya no era frecuente) pues tan sigilosa como vino se sumió en la oscuridad del rincón de donde había salido. . Al término de la ceremonia trate de verla, pero no lo conseguí. Indagué sobre quien podría ser y nadie me daba razón y nunca mas he vuelto a verla. En mi recuerdo solo queda la sensación misteriosa de unos labios suaves que me besaron, transmitiéndome una indefinible sensación de paz y juventud, que aún persisten insistentes pese al paso de los años.
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Pienso, luego existo, afirmó Descartes. Si esto fuera cierto, la humanidad estaría formada por sólo apenas una veintena de hombres.
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¿Qué somos, realmente? ¿Hay en nosotros algo más que materia organizada, cuya complejidad la forma poco más de un centenar de elementos simples, combinados, según algunas teorías, por puro azar? ¿Y por qué, si ello es así, yo me siento distinto, singular, independiente de las otras composiciones físicas que constituyen mi entorno, el paisaje que puedo observar en derredor, semejantes a mi algunas, extraordinariamente distintas otras? ¡Que honda tristeza sí, después de todo, sólo soy, somos, un puñado ridículo de átomos que, sin saber la causa, ha adquirido la rara facultad de creerse algo más que materia!
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A veces me surge la idea, como le ocurrió al príncipe Segismundo, en la conocida obra de Calderón, de si la vida, en verdad, es un sueño, una pesadilla en ocasiones, de la que alguna vez despertaremos para encontrarnos con la realidad; una realidad diferente a la que aparece en el sueño. O, acaso, ni siquiera somos nosotros los que soñamos, sino que, tal vez es Dios quien nos sueña y solo existimos en su mente.