Mundo convulso

2004

MUNDO CONVULSO

Nos encontramos en un mundo cada día más complejo, difícil y convulso. La experiencia de miles de años ( excluidos aquellos no históricos  de los que solo existe constancia paleontológica  fosilizada),  cabría pensar que ha convertido al hombre, como ser racional e inteligente, según se predica de él, en una criatura  singular,  con capacidad suficiente para dirigir su destino, convivir en paz con sus semejantes y encauzar sus acciones a la búsqueda de una perfección cada vez mayor de la especie y de sus relaciones sociales. Aquello de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, sería una simple licencia o expresión poética de espíritus demasiado exquisitos o exigentes 

            Y, sin embargo, cuando observamos cómo hemos organizado esta sociedad en la que vivimos y sufrimos, cómo actuamos o reaccionamos ante circunstancias o hechos sobrevenidos por causas de las que somos  responsables, unas veces como creadores o inductores  directos de ellas, otras como sujetos inactivos, que eluden   por comodidad  o miedo su  oposición enérgica, llegamos a la conclusión de que, aparte el avance tecnológico, en lo demás, en lo más importante, seguimos igual o con muy pocas variaciones:  egoístas, ambiciosos,  crueles, envidiosos, resentidos, capaces de todas las ruindades si  producen beneficios … y  una retahíla interminable  de adjetivos descalificadores.

Ejemplos para confirmar este pesimismo no hacen falta, por desgracia. Los tenemos cada día y los medios de comunicación – en gran  número de simple intoxicación- nos los ofrecen  con tal cotidianeidad, que nos hemos habituado  e insensibilizado  de tal forma que, cuando no nos afectan de forma directa, ni nos extrañan  ni estremecen.  Si nos  inquietan algo  es  porque  su cercanía   avisa de un peligro potencial  para nosotros mismos. 

Pero, ¿cómo hemos llegado a tales extremos?   Desde  un principio el hombre se ha preguntado sobre su destino y su fin en este mundo, y a lo largo de siglos grandes pensadores han tratado de encontrar respuesta a todas sus interrogaciones, cuyo resultado ha dado lugar a un compendio enorme de  conocimientos, sabiduría  y filosofías sobre las que se han basado  las varias civilizaciones de este mundo. Para las  inquietudes sin clara explicación o constatación, surgen  las   religiones que, con independencia de enseñarle  a desprenderse de adherencias pecaminosas e  indeseables y de indicarle  el camino recto a recorrer  para alcanzar la felicidad, según la concibe cada una de ellas,  han  sembrado en su alma  esperanzas en  lo eterno, en un más allá de la existencia terrena, calmando así los indudables  temores de extinción definitiva mediante la creencia en la pervivencia  personal o  de su inmersión en el propio ser divino.

Hasta aquí, todo bien. Pero  ocurre que el hombre  desvirtúa, con excesiva frecuencia, incluso  las propias soluciones a sus problemas. La religión, que podría ser el antídoto contra toda acción destructiva de la vida, pues no es concebible que el Creador sea, al propio tiempo, el incitador a la destrucción del ser creado,  ha  sido en el pasado   espoleta de conflictos y crímenes.  Algunas, como  la cristiana, han eliminado definitivamente razones como la “guerra santa” para aniquilar a los que no coinciden en la misma fe. Las cruzadas, la inquisición,  son ya hechos del pasado que no cabe prever puedan repetirse. Otras, en cambio, han permanecido inalteradas, ancladas en  un eterno medievo, como el islamismo, sin comprender ni razonar que nunca habrá santidad en la destrucción de la vida.    Son las interpretaciones interesadas las que han inventado este monstruo que  en ocasiones – la mayoría de las veces-  encubre  apetencias de poder, político o religioso o, simplemente,  intereses económicos. 

Los hechos acaecidos el 11-S y el 11-M hay que mirarlos desde dos perspectivas  distintas:  la primera, constituida por los inductores, que no podemos considerar nada más que como seres esquizofrénicos, dispuestos a destruir la civilización occidental, por simple odio o por algún  acontecimiento personal que les haya afectado. Estarán locos pero no al extremo de sacrificarse ellos mismos. Y si lo hicieran, habrá alguna otra razón, patológica desde luego, pero no religiosa, de la que sólo se sirven. La otra perspectiva,  ciertamente, debe calificarse de fanatismo, que  si bien puede tener su origen en una  absurda fe en su creencia, irracional por tanto, tampoco cabe descartarlo como consecuencia de nacionalismos exacerbados, racismos, odios  y enemistades ancestrales e incluso  utopías imposibles, cuya búsqueda se transforma en obsesión, fatídica con harta frecuencia, como  la Historia se ha encargado de demostrar y  de la que quedan, cercanos aún,  trágicos recuerdos..

Las soluciones son difíciles porque nos enfrentamos ante seres capaces de  convertir sus  propias vidas en instrumentos de destrucción, como está ocurriendo en nuestros días; ceder equivale a institucionalizar la fuerza y el crimen para conseguir sus fines; dialogar resulta inútil,  pues no atienden  a razones… Solo cabe la firmeza civilizada, la persecución sistemática, la vigilancia y control exhaustivos, aún cuando ello pueda implicar, para los sospechosos, una disminución de sus derechos de libertad e intimidad ( que no se merecen ni parece que les importe mucho) y una incomodidad para los demás. Pero lo cierto es que antes situaciones como las actuales,  para quienes no cometen delitos ni piensan atentar contra los demás, en absoluto implicará molestia el registro o control en ciertos lugares, como el AVE o el aeropuerto, incluso en el propio domicilio; peor, e irremediable, es  saltar hecho pedazos por la bomba de cualquier loco  terrorista suicida.

Cierto que estas medidas se prestan al abuso y pueden conducir a una dictadura más o menos férrea; pero es lo que nos merecemos  cuando no somos capaces de comprender, y  practicar, el respeto a la idea y vida ajenas,  y  cuando no aceptamos la esencial igualdad de  todos los  seres, comprobada por la ciencia, y no acabamos de  entender  que la única forma de extirpar la  destrucción y la violencia es  sabernos todos viajeros y compañeros en  un pequeño globo, perdido en un cosmos  inmenso, y  no reyezuelos  ni señores feudales del microscópico granito de arena que representa la tierra.  

Miguel Molina Rabasco

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