2007
Es difícil escribir sobre la Navidad sin caer en el tópico o la repetición. Casi todo se ha dicho y contado por los ingenios más destacados de todos los países. La rememoración del nacimiento de Jesús (fijada en 25 de diciembre probablemente para despaganizar las clásicas fiestas del solsticio de invierno) se presta a fortalecer esperanzas y olvidar penalidades: es toda una promesa de que este mundo, por muy ensombrecido y tenebroso que se nos presente, siempre terminará por hacérsenos luminoso y atractivo; tan atractivo como la nueva vida de un niño nacido de una madre virgen, que duerme acostado sobre la improvisada cuna de un pesebre. Nada existe más esperanzador que un recién nacido y si éste, además, viene a sembrar en la conciencia de los seres humanos un sentido ético distinto y perfeccionador, unos valores donde priman la humildad, la defensa de la vida, la igualdad real y, sobre todo, el amor al prójimo como a uno mismo, no cabe duda de que merece festejarse el hecho.
Toda fiesta invita a salirse uno de sí mismo abandonando, siquiera sea de forma transitoria, los problemas y preocupaciones internos, para volcarse en el exterior, en cuantos se hallan en nuestro entorno. Con independencia de que la Navidad, en gran medida, se haya mercantilizado por causa del consumismo reinante, no puede perderse de vista lo mucho que de entrañable tiene: vida familiar más unida, deseos de felicidad para todos y un ambiente alegre propicio, quizá como ningún otro, para ese eterno anhelo de todo hombre de bien: la paz. Paz entre todos los seres y esa más difícil de conseguir que es la paz con uno mismo.
Por unos días, como en el cuento de Dickens, el espíritu de la Navidad nos cambia y hace sentirnos alegres, liberales, pródigos, hermanados, satisfechos, felices… Nuestra visión del mundo se modifica y éste nos parece atrayente, bello, incomparable; todas las personas, incluso las que no nos caían bien, ahora resultan simpáticas, afectuosas; y en un ambiente festivo, con estrellas de neón, árboles adornados de luces, música estridente, villancicos añejos en versión moderna, nos apetece reír, y cantar, y gritar de júbilo, porque tenemos una familia adorable, unos amigos incomparables y porque se ha hecho uno más entre nosotros un Dios que nos ama y nos protege y que nos dará, al final, la recompensa deseada y merecida.